Toda la responsabilidad –nos dicen gentes de aparente alto copete— la tienen los mercados. Es como si algunos historiadores, con igual punto de vista, afirmasen que la responsabilidad de aquellas luchas antiguas fue de los cartagineses. Por supuesto, de unos cartagineses abstractos.
Sí, de los mercados. El mensaje, que ha calado hasta el cielo de la boca de las almas benditas del Purgatorio, se orienta a la desresponsabilización de quienes, con mano larga y adarga en ristre, se están poniendo (algo más que) las botas en todo este zafarrancho. No sólo a la desresponsabilización sino a la inexistencia o, en el mejor de los casos, a la invisibilidad de firmas y consorcios, de brabanzaones de la economía. Ah, los mercados: algo así como el Yeti, aquel monstruo de las nieves, o el Coco, aquel sujeto que se llevaba a los niños que dormían poco. Pues bien, igual que el Yeti o el Coco provocaron las primeras crisis de la izquierda, ahora los mercados están enmanillando a unas izquierdas que duermen demasiado: la izquierda mayoritaria cuyo reformismo sin reformas podría ser potencialmente una bola de alcanfor y a la izquierda maximalista que podría ser potencialmente una flor de pitiminí. Dos tipos de izquierdas que, viviendo sin vivir en ellas casi en el mismo jardín botánico, hace lustros que no se hablan.
Pero, oído cocina: así las cosas, la esperanza no es un pronóstico, que dijo Havel. Siempre y cuando haya pasión e inteligencia. Moraleja: las izquierdas deben ir al mercado –perdón, a la Plaza de Abastos—a comprar medio kilo de pasión política y una arroba de inteligencia.
