El diccionario de la lengua castellana registra la palabra “ocurrencia” de esta manera: idea inesperada y repentina. Hasta la presente no han sido pocos los opinantes que, para desacreditar lo que decía el contrincante, calificaban de ocurrencia lo que inesperada y repentinamente daba por sentado el interpelado. Ahora bien, una idea “inesperada y repentina” puede tener la misma envergadura que el “Cogito ergo sum” cartesiano que el “más cornás da el hambre” que señalara Rafael Guerra. O lo que es lo mismo: una ocurrencia puede ser dictada por un irreflexivo cantamañanas o por un sesudo pensador.
Pero una ocurrenciologema es otra cosa. Con permiso de Károly Kerényi, se entiende que es un complejo de ocurrencias míticas que continuamente viene revisitado, plasmado y reorganizado. O, por mejor decir: una ocurrencia es un camelo elegante que viene de atrás y que va a comodándose a las exigencias ideológicas, entendidas como deformación mental. ¿Quieren un ejemplo? Con mucho gusto.
Zapatero en Oslo. “La persona sin trabajo, que está en un curso de formación, no es un parado”. Esta es una ocurrenciologema que, prestada por la sociología fifiriche, recorre los baretos de postín desde el cabo de Creus hasta Finisterre.