Titular notícies
José Luis López Bulla SADISMO, DELITO Y SISTEMA DE LIBRE EMPRESA
José Luis López Bulla

Nota editorial. Sabemos que, en breve, la revista granadina Izquierda y Futuro reanuda su publicación. De ahí que para abrir boca propagandística publiquemos este artículo de una persona cuya voz autorizada no cesa, que tendrá su ubicación en la mentada revista.



Antonio Baylos



¿Qué relación existe entre el divino Marqués y el sistema industrial capitalista, más allá de una coincidencia temporal en el lapso histórico en el que ambos despliegan sus potencialidades en Francia? Sobre este atractivo tema escribió un libro muy interesante Antonio Casilli, La fabbrica libertina, muchas de cuyas formas de enfocar el tema resultan hoy, tras las turbulencias financieras y empresariales producidas tras la crisis del 2008, de rabiosa actualidad. El sistema industrial, en efecto, se caracteriza por ser un sistema de creencias y de reglas que componen orgánicamente los procesos sociales en curso, y en donde la exaltación de la subjetividad libre y autónoma del individuo constituye un elemento central. La autoreferencialidad subjetiva se sitúa en el plano de la individualidad y funda mecánicas morales y sociales. La estructura productiva confirma esta autoreferencia como fórmula que resume la vida industrial, que se transforma en un proceso económico circular: la producción se basa en mecanismos económicos nítidos: el empresario compra el trabajo y lo utiliza en la elaboración del producto que se realiza en el mercado y sus rendimientos se encaminan a la realimentación del proceso mediante la reinversión de una parte de ese excedente. Todos los sujetos en ese proceso circular son activos, industriosos – de donde se desvaloriza la mendicidad o el vagabundeo, pero también las clases ociosas e improductivas heredadas de la Edad Media – y fruto de un impulso moral y ético propio, derivado de su autonomía privada. Y a la vez el trabajo productivo se reconduce a una mensurabilidad acentuada que implica a toda la experiencia humana de la mayoría de la población. El cálculo se impone como estructura de pensamiento válida para toda ocasión y uso, e integra la noción de racionalidad como instrumento de dominio y transformación de la naturaleza. Es la racionalidad económica, como se sabe, la que informa el trabajo libre y lo inscribe en el círculo autorreferente de la actividad productiva de la industria. En esa ontología moral autorreferente, la búsqueda de la felicidad personal es la motivación clásica de los seres humanos. Y la felicidad propia es la condición para la felicidad del común de las personas. El interés privado es la condición del interés general. Ese individuo libre y autónomo tiene ciertamente pulsiones antisociales que sin embargo forman parte del actuar autorreferente del individuo interesado, que desencadena una mecánica de ambiciones, gustos y apetitos incontrolables que sin embargo se inscriben de manera firme en la soberanía del sujeto.



La construcción biológica y psicológica de una humanidad autorreferente y self-interesed como piedra angular en la edificación de la ética social del industrialismo, ayuda a entender la delimitación de la soberanía del sujeto y la delimitación ambigua de su estatus en cuanto “soberano” industrial. En efecto, esa persona se define como homo oeconomicus y es un actor del modelo de producción, del de intercambio y del de consumo. Agente principal, motor primero y protagonismo del ámbito económico – y por extensión, social – es el entrepreneur, al que corresponde activar, en función de su voluntad y de su capacidad, el mecanismo del interés privado y la búsqueda de satisfacciones individuales. Importa poco que la acción llegue a buen término. Lo que cuenta es la cantidad de interdependencia que suscita, la voluntad y la “energía” que éste operador retórico vuelca en el cuerpo social, que irá a constituir la linfa vital del mismo, fuente primaria del movimiento de la sociedad. Esa epifanía del entrepreneur como la fuerza real de progreso y de modernización de la sociedad es muy poderosa, constituye una operación muy extendida que idealiza al empresario y le eleva a la altura de un demiurgo activo y deseoso del mundo y de la humanidad. Y hay que señalar que la construcción de la respetabilidad de tal estereotipo cultural no resultó fácil, considerando el descrédito que acompañaba a las actividades económicas características del sistema industrial y de los mecanismos financieros que lo sostienen.



Como afirma Casilli, “el entrepreneur no gozó en lo inmediato de la aprobación universal del mundo occidental, pero, pese a ello, su figura se manifestó a todos como emergente, portadora de un mensaje que debía ser escuchado” (p. 112). La soberanía de la modernidad pasa pues por la economicidad de las relaciones sociales – y de su comerciabilidad – difundida en la interacción social. Permitir que los individuos persigan su propia utilidad significa colocar a los sujetos soberanos en condiciones de difundir su propia supremacía. Implicarse en la lógica de la economía política implica la obtención de una forma de poder independiente del resultado material, del buen o mal éxito de la empresa en la que el entrepreneur está ocupado: comporta una soberanía que, en la economicidad de las relaciones sociales, encuentra el signo de distinción de su esplendor. La función económica es la única que permite introducir una forma de jerarquía cierta (aunque cambiante en función de la evolución de los mercados y de la inestabilidad producida por los actores presentes) no ratificada por una premisa metafísica, sino por finalidades inmanentes y tangibles. Así, la consagración moderna del ciudadano emprendedor y el prestigio del economicismo como escuela de pensamiento y como praxis política, responden a las exigencias del espacio social del sistema industrial capitalista y a la construcción cultural que se corresponde con él. Los que gozan del status de sujetos soberanos en lo económico y social, por lo mismo se presentan también como los sujetos que deben expresar la supremacía política. Y en ese proceso, la modernidad se desinteresa de los efectos de este proceso de jerarquización social, que produce un ambiente de despotismo cada vez mas opresor en los lugares de la producción y que viene a caracterizar la “servidumbre voluntaria” de los trabajadores. El entrepreneneur esconde su despotismo tras de la hipocresía economicista.



Ahora bien, aunque es cierto que el sistema industrial rechaza las manifestaciones extremas de atrocidad típicas del Ancien Régime, instaura formas nuevas de represión interiorizada que se individualizan en las distintas dimensiones social, cultural y productiva. Pero a la vez gran parte de los comportamientos del sistema industrial que se reconocen como útiles a la sociedad pueden ser considerados, desde un punto de vista material y valorativo, como delitos, de forma que el ordenamiento económico de la modernidad puede ser definida, de acuerdo con la frase de Sade, como una sociedad del crimen. El sistema industrial se basa de manera fundamental en un nexo teórico y práctico peculiar entre la oportunidad de ganancia o rentabilidad económica y la oportunidad de ganancia o rentabilidad criminal. La criminalidad industrial funda su acción sobre los presupuestos de la autoreferencia, de la soberanía de la voluntad, de la apropiación de la riqueza. Pero esto no basta, la forma que asume la desviación social en un contexto histórico determinado está influenciada por la ética social en ascenso.



El problema es que en la modernidad se delinque de manera cuantitativamente diferente de cómo se delinquía en épocas precedentes. La lesividad del delincuente “industrial” es grande no sólo porque su intención criminal potencialmente no tiene límites al ser sus delitos autorizados por un código de motivos ampliamente compartido en el seno del cuerpo social, sino también porque el valor añadido de su acción ilegítima es superior al de un delito tradicional. Sociabilidad y criminalidad no son términos disyuntivos, sino concurrentes. La diferencia entre ambas acciones es deontológica, pero las finalidades últimas son las mismas para ambas: la obtención de una ganancia de una situación de explotación eficiente de la industriosidad humana. El delito en el sistema industrial crea riqueza y por tanto conviene más a quien sabe aprovechar mejor esa ganancia, al empresario, educado en la lógica del beneficio. El crimen se amalgama con la actividad productiva porque los operadores son los mismos, la capa de los industriales que ejercitan la propia soberanía abanderando el cálculo económico. Y es un discurso que no se limita a los delitos cometidos en el mundo del trabajo (occupational crimes) o en el ámbito de la empresa (White collar & company crimes) sino que se extiende a un concepto más amplio de delincuencia económica, la delincuencia de los miembros de una colectividad consagrada a la economía como medio de dominio político y de control social. En esa descripción de los kavalierdelikt el nexo con Sade se encuentra en la capacidad de desvelar esta ambivalencia de la figura social dominante del empresario y en la reivindicación de la emancipación subjetiva y la carencia de límites del hombre moderno, sin frenos ni restricciones morales, donde el vicio y la virtud se confunden y las reglas solo sirven para confirmar permanentemente las excepciones a las mismas.



El salto posterior se dará en torno a la inserción en la lógica de la ganancia, la lógica del “daño puro”, en donde la humillación y la anulación de la persona se convierten en un método de gobierno de la producción. Concebido más como medio de control social que tiende a colonizar tiempo de trabajo y tiempo de vida en medio de una pulsión de muerte, tiende no tanto a generar las “víctimas” que requiere la fantasía del vicio, cuanto a provocar la propia corrupción de quienes no pueden considerarse sujetos, sino puros objetos de la crueldad del dominus de la relación. En este aspecto, resulta muy sugerente abrir una vía de análisis sobre la disciplina de fábrica y la degradación de las condiciones de vida cotidiana como manifestaciones de la agresión sobre los cuerpos y la corrosión del psiquismo de los trabajadores. A fin de cuentas, como explican los laboralistas, la imposibilidad para el empresario de poseer directamente la fuerza de trabajo cuyo goce ha adquirido por contrato, es decir, la imposibilidad de entrar directamente a poseer el cuerpo y las energías del trabajador para utilizarlas en la producción de bienes y de servicios, se sustituye por la subordinación del trabajador a la voluntad del empresario: la subordinación aparece como el sustitutivo de la desposesión de la libertad del trabajador en la utilización de su corporeidad y de su psiquismo en la ejecución del trabajo productivo en el sistema industrial capitalista. Por aquí se abre el universo del trabajo asalariado a la presencia del despotismo, de la dominación, de la sumisión y del acto aberrante como disciplina del cuerpo enajenado en una relación patrimonial, consciente y voluntariamente, por el asalariado.



Últimes Notícies