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José Luis López Bulla LA VACA LECHERA Y EL ESTADO DE BIENESTAR
José Luis López Bulla






PRIMER ESCALÓN



“Yo pago mis impuestos porque sé que hay una amplia gama de servicios públicos básicos, que en diverso grado, están a mi disposición”. Este es el argumento del asentimiento que, con mayor o menor convicción y seguimiento, justifica, por así decirlo, las políticas fiscales. Sin embargo, en toda esa historia los ciudadanos son sujetos pacientes, vale decir, pasivos a la hora de definir el carácter y diapasón de los impuestos. El gobernalle está siempre en manos de los gobernantes. Lo que motiva dos reacciones: sectores, más o menos vastos, que burlan –algunos con renovada eficacia-- la fiscalidad mediante todo tipo de triquiñuelas, de una parte; y la consolidación de populismos del más variado signo, de otra parte. En todo caso, hemos de convenir que las izquierdas nunca han colocado la cuestión fiscal en el centro de su cartapacio programático. Se han limitado a delegar administrativamente en los gobiernos la naturaleza y pormenorización concreta de la fiscalidad. Todo lo más, la gauche qui rie ha mostrado una errática postura que va por el siguiente camino vecinal: desde el apotegma de que “bajar los impuestos es de izquierdas” hasta su contrario; distinta es la posición de la gauche qui pleure que enfáticamente siempre manifestó que “paguen más los que más tienen”, esperando –sin apoyarse en la acción colectiva— que tan justo aserto diera sus frutos. Así las cosas, entre el desenfado de unos y la consigna de otros se ha ido consolidando una espectacular asimetría entre la fiscalidad y los servicios públicos de protección social.


En ese eje de coordenadas, donde los mandantes tienen todo el poder discrecional, se inscriben las actuales medidas de dentelladas a los servicios públicos. Que a la corta significarán la aparición de nuevas patologías y a la larga consolidarán una zanja entre los de arriba y los de abajo. De no variar esa tendencia nos encontraremos, a no más tardar, con una geografía social cuyas consecuencias negativas están cantadas de antemano.




De ahí la necesidad de coger el rábano por donde corresponde. Quiero decir, lo obligado de plantear una reforma fiscal como elemento axial de la defensa y promoción renovada del Estado de bienestar. Lo que comporta que las importantes movilizaciones barcelonesas contra los recortes –la de hoy y la del 14 de mayo, ésta de carácter general— apunten con claridad, no sólo contra los mencionados recortes, sino fundamentalmente por el Estado de bienestar y su prótesis, la reforma agraria. Dígase enfáticamente: un buen prado con saludables hierbas es lo nutriente para que la vaca tenga ofrezca una leche en condiciones. Es decir, la presión colectiva multitudinaria de ese movimiento de movimientos no puede ser defensiva sino de proyecto. Que para no ser un zurzido de remiendos debería establecer los vínculos pertinentes entre sí. O, lo que es equivalente, la función (el Estado de bienestar) debe ser el polinomio ordenado de todas sus variables. Es lo que, por diversas razones, no se ha hecho todavía.



SEGUNDO ESCALÓN


El Estado de bienestar fue una conquista de civilización. Lo dije hace muchos lustros y no fueron pocos los que me pusieron como un pingo desde posiciones putativamente marxistas. Los muy finolis se sacaron de la manga todo tipo de anacolutos. Lo mismo me dio, me dio lo mismo. Lo mantengo. Porque sabía y sé que sólo se valoran las conquistas cuando son atacadas. Más todavía, el Estado de bienestar representó en su itinerario un cambio de fase en la historia del capitalismo porque iba modificando su línea de frontera. Cierto, tuvo (y sigue teniendo) sus límites: el Estado social entró en el mercado, aunque –por decirlo camachianamente-- se quedó varado en las puertas de las empresas. En todo caso, la novedad histórica fue la aparición del salario indirecto.


Ese Estado de bienestar cuenta todavía con importantísimos recursos financieros y con ciertos controles democráticos y sociales. De ahí que un variado
coro de doctores de la teología neoliberal (con los palmeros de la gauche qui rie) lleven tiempo pensando la manera de darle una solución definitiva: trasladar esos ingentes recursos financieros al mundo de los negocios privados y, aprovechando que el rio Genil pasa por Parapanda, eliminar los controles que, aunque insuficientes, son un incordio para la operación. Este debería ser el argumentario que debería exponerse con nitidez en las actuales movilizaciones


En resumidas cuentas, el mencionado coro de doctores tiene las cosas claras, mientras la izquierda hace la siesta. Como diría Juan-Ramón Capella: también Homero dormía. Las consecuencias si los doctores se salen –o se van saliendo— con la suya serían calamitosas para la condición de las personas, especialmente las menos tuteladas. También serían nefastas para la democracia: la pérdida de la función de la integración social y el descalabro de la socialización de la política. Y tres cuartos de lo mismo pasaría con el sindicalismo: quedaría reducido a un tropel magmático y grupuscular o mera agencia técnica para resarcir, sólo caritativamente, los desperfectos.



En ese estado de cosas, la defensa y promoción renovada del Estado de bienestar es también una preciosa defensa de los instrumentos colectivos que nos hemos dotado. Porque no sería concebible que, perdiendo lo esencial de los sistemas de protección, el conflicto social pudiera tener cara y ojos. Sería un tumulto anómico como antesala de una derrota cantada de antemano.


TERCER ESCALÓN


Visto lo visto es una buena noticia la presión sostenida que se está desarrollando contra los recortes y las que se anuncian. Todo indica que los organizadores de esa acción colectiva están al tanto de los elementos de coyuntura. Falta saber si se es capaz de darle un contenido de medio y largo itinerario. Y falta saber si se está en condiciones de insinuar un proyecto compartido que vaya abriéndose camino. Para ello, desde mis pocas entendederas, insinúo lo que sigue: 1) evitar las exasperaciones que vienen de “la indignación”; 2) la presión sostenida no puede estar presidida por formas de acción exasperadas; y 3) ese movimiento de movimientos debería ir dejando amplios sedimentos de opinión fundamentada, de afiliación a los sujetos colectivos, de amistad –aunque sea crítica— hacia un proyecto renovador, digno de ese nombre.


Apostilla tal vez baldía. Ya hemos dicho que
hoy puede ser un gran día: la barcelonesa plaza de Sant Jaume será un clamor. Ahora bien, tras cantarla con Joan Manuel Serrat, hemos de convenir en que cada acción requiere su pormenorizado, meticuloso y exigente análisis. La de hoy, sobre todo. Porque es un punto de inflexión entre lo ya realizado y lo que queda por hacer. Dicho lo cual, ustedes perdonen: me voy a seguir leyendo la autobiografía de Juan-Ramón Capella, Sin Ítaca. Que un día de estos será comentada, si los dioses menores lo permiten y el tiempo lo consiente. El lbro lo ha publicado Trotta.

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