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José Luis López Bulla AQUELLA SEMANA SANTA DE ANTAÑAZO
José Luis López Bulla




Este blog apoya a don Rafael Rodríguez Alconchel para la alcaldía de Santa Fé (Granada)




Cuando yo era niño chico la Semana Santa era realmente una semana santa. Todo estaba en silencio devoto: el beaterio murmuraba con voz queda; la mayoría de la población no hablaba no fuera que decir “buenos días” fuera tomado como un acto de desacato al Régimen y, así, llevarte de bruces al cuartelillo de la guardia civil caminera; tanto el beaterio como el beaterío esperaban que, en la Iglesia colegiata, la prédica de un dominico, cuya voz tronaba amenazante desde el púlpito contra los males que atribuía a la gente santaferina: la lascivia que tenían los machos cuando salía Ritajaivor en Gilda y las bragas líquidas --como anticipo de la posterior sociedad líquida-- de las señoras cuando aparecía Garicúper en la pantalla del cine Coliseo Fernando e Isabel, comúnmente llamado el Cine de Benítez. Y, todo el personal, esperaba la hora de salida del Señor de la Salud de la Iglesia Parroquial. O tempora o mores. Tiempos de recogimiento, pues.


El Señor de la Salud salía puntualmente a las ocho de la tarde. Mientras las campanas –con toda seguridad las mismas que construyó Gonzalo de Isla, antepasado de mi padre adoptivo el maestro confitero Ceferino Isla, en 1540— sonaban estridentemente, tal vez para ahogar la música que sonaba, la Marcha Real. Acabado el repicar del bronce, el director de la Banda municipal, el maestro Salvador El Pájaro, lejano pariente de mi familia, indicaba una música más apropiada, el pasodoble
Pepita Creus que todos considerábamos como lo más distinguido para tan significada ocasión.


¿En qué consistía nuestra acrisolada devoción tan celebrada en los medios eclesiásticos? En el seguimiento silencioso de las saetas que cantaba el maestro Conchelillo, sólo roto por el no menos devoto palmoteo y ovaciones del público en general. Devoción también de la soldadesca romana que lucía sus pantorrillas a la intemperie; tiempos posteriores rompieron esa naturalidad cuando los soldados se pusieron leotardos bajo el pretexto de que tenían frío. Devoción también de los virtuales costaleros; digo virtuales porque en Santa Fé, capital de la Vega de Granada, los pasos tenían ruedas, una originalidad religiosa cuyo objetivo era que el esfuerzo fuera substituido por la devoción. Y, recogimiento en fín, cuando –en medio de la procesión—desaparecía la mitad del personal para reponer fuerzas en los bares, algunos de ellos de gran nombradía: el Mau Mau, que indicaba el conocimiento de los santaferinos de los problemas internacionales; el Bar Rosas, que aludía ex ante a la relación entre desarrollo y medio ambiente; los bares Colón y el Hispánico que aludían al marxismo historicista de nuestros convecinos; y, sobre todo, el Bar Chiquilín –regentado por el padre y la madre de Rafael Rodríguez Alconchel, actual candidato a la alcaldía en las próximas elecciones— donde se comía el mejor chotillo a la campera de toda la Hispanidad. Tiempos de devoción aquellos, que nada tienen que ver con lo visto por estos ojos que se comerán la tierra en 1992: uno de los hermanos mayores de la cofradía, otro pariente lejano de un servidor, iba –la cara descubierta— con la vara de mando en la diestra mano, en la boca un purazo Cedros, y en la siniestra mano un vaso de güisqui DYC. Debo decir que le recriminé su evidente paganismo, pero impávidamente me respondió que la devoción iba por dentro.


¿Qué pasa ahora? La Semana Santa se ha convertido en un jolgorio para desesperación de Rouco y sus hermanos. Hasta Belén Esteban luce su boca despellejando en la televisión a toda la saga de los Ubrique; la gente viaja en tren, en estos días sacrosantos, luciendo los pelos de los sobacos y los tatuajes muy cerca del culo y otras partes pudendas. Por lo demás, el ubícuo chándal ha sustituido las prendas de antaño entre los fieles que siguen los pasos, y hasta los expertos en la retransmisión de tales eventos utilizan un lenguaje de signo extravagante como el de “procesionar”.


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