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José Luis López Bulla HOMENAJE A LOS LIBROS PULGA
José Luis López Bulla
El gusanillo de la lectura me vino a través de la famosísima Enciclopedia Pulga, cuyo lema era "el saber no ocupa lugar". Eran unos libritos pequeños de formato 7 por 10 cms, que editaba Ediciones GP (Barcelona) a principios de los años cincuenta. En ellos leí casi todo Julio Verne, por supuesto en versiones reducidas. También algunas biografías de músicos como Beethoven y Verdi. Sospecho que una gran parte de los niños que estábamos `afiliados´ a la Pulga hemos sido posteriormente lectores impenitentes.


Mi padre adoptivo, el maestro confitero Ferino Isla que llevó el dulce pionono a su expresión más excelsa, me acompañaba a comprar aquellos librillos a un camaranchón que tenía en la Plaza de Santa Fe: vendía tebeos y novelas del FBI, pipas y altramuces (que llamábamos chochos), y todo un serial de quisicosas. Era la legendaria tienda del Tío de las Tortas. El maestro Ferino me compraba los librillos con una condición de muy obligado cumplimiento: yo tenía que explicar, una vez acabada la lectura, algo más que el argumento. En invierno lo hacía en la mesa camilla, en verano en la terraza. Había que cumplir el pacto porque se anunciaba la reciente publicación de El Capitán de quince años y no era cosa de perdérsela.


Pasados los primeros meses tuve un arranque de imprudencia que ya anunciaba en parte algunos de mis comportamientos futuros. Me propuse presentar de cada lectura un ejercicio de redacción. La primera que hice, en un momento dado, escribí que uno de los personajes del Viaje al interior de la tierra era más ipócrita que Judas. Fui llamado a capítulo. El maestro Ferino me dijo: “Según don Luis Miranda Podadera todas las palabras que empiezan por hipo, hiper … se escriben con h menos ipecacuana”. Incluso me obligó a consultar un diccionario que teníamos en casa. Fue una idea que trajo algunas consecuencias. Me explico.


Una vez fuimos al cementerio a cambiar las flores de las tumbas de nuestros allegados. En la de mi abuelo Pepe López Vázquez se podía leer “muerto de forma aleve”. Entonces le pregunté al maestro qué significaba aleve. El maestro quedó turbado y carraspeando dijo, más o menos, que eran cosas de la vida. Cuando llegamos a casa busqué el diccionario: aleve, decía, era alevosamente, a traición. Aivá, me dije, eso es que alguien se lo cargó por detrás como en aquella película del Oeste intentaban hacer con Bob Steele, a quien llamábamos Bojtele.


Mientras el parte de las dos y media informaba de no sé qué había pasado con el Mau Mau, solté alevosamente: “Ya sé que al abuelo lo mataron por detrás, a que fue uno del pueblo…” Mi tía Pilar, hija del asesinado, se quedó tan blanca como el mármol de Macael: “Animas del Purgatorio, animicas mías”.


No hubo más remedio que despejar el velo de la ignorancia, que diría John Rawls. Con lo que el maestro Ferino me dijo a medias y lo que saqué en claro de las vecindonas se despejó el asunto: el abuelo López Vázquez a sus cincuenta años se entendía con una jovencita venteañera, casada con un personaje local; avisado el tal de que el tálamo nupcial era mancillado en aquel mismo momento, salió de la taberna, armó el fusil de caza, entró sigilosamente en el cuarto y vio lo que vio… Mi abuelo encima de su esposa y, sin ningún tipo de miramiento ni respeto a una persona mayor, lo dejó frito allí mismo. Este hombre era, por lo que se ve, muy quisquilloso.

Hubo un juicio y al picajoso le cayeron una buena ristra de años. Cuando don Miguel Primo de Rivera dio su golpe de Estado concedió una amnistía que sacó al cornúpeta de la cangrí. Informado de todas esas viejas historias me dije que el dictador era un canalla
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