Miquel A. Falguera i Baró, Magistrado del Tribunal Superior de Catalunya
La decisión del Parlamento español ayer acordadada de modificar nuestro texto constitucional para limitar el déficit público, sin sometimiento a referéndum, es sin lugar a dudas de una transcendencia jurídica tan significativa que puede compararse con el infame 23-F.
Nos hallamos, por una parte, ante una imposición de la Economía al Derecho, de tal manera que los criterios económicos neoliberales hegemónicos se acaban consagrando no en una Ley –como, en su caso, sería lógico- sino en la propia Carta Magna. Es decir, los juristas ya no vamos a estar compelidos a una norma legal –como tal modificable-: se nos dice que debemos pensar nuestro ordenamiento jurídico en su globalidad desde una perspectiva neoliberal. Otro pensamiento jurídico se sitúa extramuros de la Constitución. Los valores del Derecho restan sometidos, arrodillados y claudicantes, al pensamiento económico, que se pretende único y excluyente, pese a que la situación de miseria y desamparo de buena parte de nuestra ciudadanía se debe, precisamente, a ese pensamiento único.
En segundo lugar, esa proposición aprobada es una clara ruptura del pacto constitucional. En efecto, nuestra Constitución ha sido siempre calificada como “abierta”, en el sentido que permite varias lecturas y, por tanto, que se practiquen políticas diferenciadas. Ese modelo de mínimos ha permitido que la “norma normarum” haya venido manteniéndose vigente a lo largo de más de treinta años, sin apenas cambios –salvo aspectos puntuales de menor calado-. La constitucionalización de una política económica restrictiva del gasto público comporta, en definitiva, que cualquier propuesta alternativa –como están ya promoviendo por un buen sector de economistas ante las actuales circunstancias- se sitúe fuera de la Carta Magna. La Constitución aprobada en referéndum por el pueblo deja de ser la Constitución de todos para pasar a ser la de los neoliberales.
Y, finalmente pero como elemento más significativo, dicha proposición conlleva el cruce del Rubicón: el paso de la democracia (el gobierno de los hombres pobres libres) a la oligarquía (el gobierno de los hombres ricos libres). Nos hallamos ante un auténtico golpe de Estado constitucional, en tanto que un cambio de tanta transcendencia se toma estrictamente por diputados convocados de urgencia en agosto, por la presión de los famosos mercados y de instancias internacionales económicas –sin que nadie vote dichos grupos de presión- y sin que el ciudadano español nada pueda decir al respecto a través de un referéndum. Aquello que en 1978 fue votado por la ciudadanía se modifica en período preelectoral por la presión de los mercados y sin debate ciudadano de ningún tipo. Los mercados imponen limitaciones al Estado del Bienestar, la mayoría parlamentaria asiente –por convicción o sometimiento- y el españolito de a pié nada puede decir al respecto.
A partir de ahora ya no hay límites: las mayorías parlamentarias cualificadas podrán, por ejemplo imponer la consagración de la propiedad privada, eliminando cualquier referencia a su objeto social –una de las claves de bóveda del pacto constitucional, pese a su omisión práctica-, se podrá eliminar el derecho al trabajo, se podrá desconstitucionalizar la negociación colectiva o limitar su campo de aplicación, se podrá modificar el modelo público de Seguridad Social o de sanidad, o eliminar las referencias constitucionales al medio ambiente o el derecho a la vivienda o a la tutela de las personas discapacitadas. Y si no existe una minoría de bloqueo suficiente –del diez por ciento- el desmantelamiento del Estado del Bienestar no podrá ser votado por los ciudadanos, más allá de la periódica llamada a las urnas cada cuatro años.
Y todo esto en plena canícula y vacaciones. Mientras los ciudadanos discuten sobre Mourinho y sus bravatas paranoides. Y sin que apenas se oigan voces críticas en los medios tradicionales. El sueño de una noche de verano del general Armada.
