
Gabriel Jaraba y José Luís López Bulla
Los nuevos tiempos requieren una profunda reconsideración de las relaciones entre Comisiones Obreras y la Unión General de Trabajadores. De un lado, la profunda reestructuración de los aparatos económicos; de otro lado, los efectos devastadores de esta crisis, entendida como una serie de crisis superpuestas. Dada la adscripción de ambas organizaciones a las estructuras del sindicalismo mundial y europeo, ¿qué impide transitar con buen paso hacia la unidad sindical orgánica, esto es, a conformar un sindicato unitario en nuestro país? Transitar a buen paso no indica ir a tontas y a locas, ciertamente. Expresaría, eso sí, iniciar un itinerario de discusión de abajo para arriba con la voluntad de estructurar un sujeto social fuerte capaz de ir más allá de la suma aritmética de Comisiones y UGT. No sólo como instrumento necesario para encarar la tutela del conjunto asalariado, de los parados y pensionistas en sus diversas tipologías en estos tiempos tan ásperos, sino para dar un peso, aproximadamente suficiente, para compaginar la tutela con la propuesta de reformas dignas de ese nombre.
Entendemos que ya no hay motivos –ni históricos ni actuales— que impidan el planteamiento de la unidad sindical orgánica. Puede haber aprensiones personales, pero no razones de incompatibilidad sindical entre una y otra organización. Lo chocante del asunto que las condiciones objetivas indican la necesidad de esa unidad, mientras que la subjetividad de los grupos dirigentes de ambos sindicatos silba distraídamente en tono menor como haciéndose el longuis. O tal vez la explicación no sea otra que un cierto miedo a abrir lo que podría parecer una caja de Pandora. Mientras tanto, el sindicalismo se encuentra, así las cosas, en una especie de ventaja cesante: la que va perdiendo siendo como es en la actualidad por no atreverse a ser un nuevo sujeto social unitario. En definitiva, no es una propuesta a la defensiva sino una exigencia de nuevo protagonismo.
Convertirse en un nuevo sujeto social unitario es, además, un imperativo estratégico para todo movimiento sociopolítico que no se resigne a ostentar una representatividad circunscrita a un grupo, un sector, a una ideología incluso y, lo que sería peor, a un cierto placer estético-emocional de reconocerse cómplices entre quienes nos parecemos unos a otros. La razón de ser del sindicalismo confederal es su extensión general entre los asalariados. Y no solo a ellos, podría añadirse, sino a todos quienes participen de la idea de que el trabajo ha de ser la centralidad de toda sociedad democrática.
Estamos asistiendo ahora a una visión de lo que significa que el trabajo deje de situarse en la centralidad de las relaciones sociales: la suplantación de la democracia representativa por el mero poder de la economía financiera, la suplantación de la emprendeduría industrial por el capitalismo especulativo, la desarticulación del estado del bienestar y su consecuencia, eso es, la transformación de los ciudadanos titulares de derechos y deberes en súbditos sujetos al albur de los mercados. Ante este panorama, el sindicalismo debe ser algo más que resistencia. Sobre todo, porque no está solo en el rechazo a esta deriva. Otros actores sociales que se han erigido en protesta han mostrado algo más que mero rechazo: el movimiento 15-M ha reivindicado una práctica democrática real y una dignidad del ciudadano como sujeto democrático que solamente pueden hacerse realidad en la centralidad social del trabajo.
Un sindicalismo confederal general unificado sería mucho más que una organización más numerosa y fuerte. Sería un protagonista renovado en medio de los nuevos escenarios de las contradicciones sociales, que mostraría a los otros actores con todo su vigor el alcance socioeconómico de la reivindicación democrática del trabajo y lo que ello representa en términos culturales y de civilización. Pues un sindicalismo de esa guisa tendría también como misión establecer puentes –los está estableciendo ya—con los nuevos movimientos generacionales y culturales que se rebelan ante el imperio del dinero improductivo. Esos puentes no pueden estar hechos de oportunismo, ni siquiera de oportunidad necesaria, sino de la confluencia de visiones muy diversas, en las que la visión del derecho al trabajo debería confluir en hacer sindicalismo para los asalariados y para los por asalariar. Y para esa tarea hace falta mucho más que trabajadores encuadrados en organizaciones particulares, pero también mucho más que jóvenes ciudadanos movilizados en dinámicas policéntricas.
¿Alguien se atreve a soñar con irrumpir en las batallas del siglo XXI bajo la bandera de un flamante sindicalismo unitario? ¿Acaso este sueño no es mejor que mirar hacia otro lado mientras cae la que está cayendo? Y la que caerá…
