Noto en mi derredor que muchos ciudadanos se hallan perplejos por la torpeza, la lentitud y la ineficacia de los políticos con mando en plaza y de las instituciones europeas para hacer frente razonablemente a la crisis financiera. La mayoría de esos ciudadanos aceptan un margen de error y de torpeza frente a situaciones tan complejas como la que estamos viviendo, pero esa posición racional se rompe dejando aflorar el nerviosismo y el temor ante la dimensión de lo que ocurre en la escena y lo que se supone que pasa entre bambalinas.
Los ciudadanos tienen una conciencia favorable a que los elegidos y las instituciones propias de la democracia cuentan con las habilidades y las capacidades suficientes para, al menos, evitar los grandes accidentes. Esa confianza no está basada en el análisis histórico, sino en un sentimiento infantil cercano a la relación entre hijos y padres. Junto a ello, la dejación ciudadana de la acción política y social más allá del voto (si lo hay), recluyéndose en un acomodaticio sofá contemplativo, produce ese grito permanente en los medios en contra de la acción política o social y la sospecha absoluta y sin ninguna mesura contra todos los políticos, sean del partido o de la ideología que sean, en cuanto las cosas se tuercen.
No he oído hasta ahora ninguna protesta en la que se incluya la somera reflexión de que me pongo yo personalmente a actuar. Simplemente se alega que todo se hace mal, sin que el que critica se dé cuenta de que él está incluido también en el mundo de los torpes.
El ejemplo histórico nos confirma que los grandes errores en la gestión de las crisis son más habituales de lo que creemos y que se instauran por décadas y a veces sin posibilidad de rectificación alguna. La triste historia europea que va desde los primeros años del siglo XX hasta bien entrada la década de los cincuenta, es suficientemente demostrativa de la inmensa capacidad de equivocarse de los líderes, de las instituciones y de los ciudadanos, en una saga histórica sin interrupción. Después vendrán otras, Vietnam, Afganistán, la crisis financiera asiática, la crisis de la tecnología y lo de ahora mismo.
No solo el estallido del conflicto fue un inmenso error, la gestión durante su duración no lo fue menos y releyendo los acuerdos de Paris de 1919 podemos ver que el toque final fue de una monstruosidad increíble. De hecho, el final de
La avaricia y la codicia en distintas versiones, el imperialismo clásico de principios de siglo y el ansia de venganza posterior jugaron un papel fundamental en garantizar que el primer conflicto mundial sería seguido más pronto o más tarde por otro. Releer las fabulosas reclamaciones territoriales de unos u otros, atender a las cifras indemnizatorias exigidas son una forma esplendida de medir la estupidez de dignatarios, demócratas o no y de la aceptación pasiva o activa por parte de las ciudadanías respectivas de todo ello, a veces incluso con aplausos.
No hay que olvidar tampoco las enormes torpezas que permitieron a Franco vencer a
No es extraño, pues, la situación actual. Errores los hay a capazos, al mismo tiempo que intereses a muy corto plazo y ventajistas del poder que hacen su agosto con el riesgo brutal de todos.
Tampoco es lo único que está ahora mismo plagado de errores, en Durban, Sudáfrica, están reunidos el mundo entero para no alcanzar los acuerdos necesarios para evitar una hecatombe ambiental.
La crisis nuclear es otra. Lentamente las torpezas, los errores que la empresa y el gobierno japonés ha cometido a lo largo de años se van haciendo evidentes y comprobados. Un riesgo nuclear parece no merecer una atención solemne. Y cuando se pasa del riesgo a la catástrofe los únicos suicidados son los que dan la cara cargando con materiales radioactivos.
Por lo tanto, no se me extrañen ustedes, estamos en un mundo lleno de estupidez reforzada por la avaricia y la codicia, bajo el pensamiento que a mi esto no me ocurrirá nunca.
Lluis Casas antes del primer acueducto de Diciembre (¿para qué estará pensado este mes?)