Dívar, presionado por la opinión pública, está a punto de dimitir, aunque a regañadientes. El caballero, hasta el final, se ha empeñado en afirmar que tiene la conciencia tranquila, dejando a ésta en un lugar bastante sospechoso. Todo indica que lo decisivo en esta dimisión ha sido la postura de la derecha del Alto Tribunal, que le ha retirado la poca o mucha confianza que le tenía. Porque, en efecto, los togados derechistas no podían admitir que la caída de ese Dívar fuera el recio planteamiento del progresista José Manuel Gómez Benítez.
Pero el planteamiento de la derecha judicial tenía, según los mentideros de Parapanda, otra variable: acabar con el come-come de que no sólo Dívar hacía de su capa un sayo. Mientras el bi-presidente estuviera ejerciendo en el cargo se estaría hablando de fines de semana caribeños y otras gabelas que huelen (y no precisamente a ámbar) de un buen cacho de algunos de los miembros de la cofradía que preside Dívar.
Con la idea de acabar las hablillas y las críticas del comportamiento general de ciertos togados, que competían con Dívar en el desmán, se puso en marcha la operación La mancha de la mora con otra verde se quita. Así pues, no digo que no sea relevante y necesaria la dimisión de ese Dívar. Pero mientras no se limpie toda la mugre de la chimenea no se habrá acabado la divarsión. Porque la toga no tiene sólo un churrete sino grandes lamparones de mugre, que todavía no se han aclarado. De manera que sólo cuando el deshollinador grite eufórico “aquí no hay tutía” se podrá establecer la hipótesis de que entrambos institutos (el Tribunal Supremo y el Consejo General del Poder Judicial) están limpios de polvo y paja. Por supuesto, con otros códigos deontológicos.
