
En lo más vivo del discurso de Mariano Termidor, justamente cuando se descuartizaba todo un paradigma de derechos, controles y poderes democráticos, especialmente de tutelas significativas para la condición de las personas de carne y hueso, estalló la indecente ovación de los diputados del Partido Popular. Ni siquiera una mínima preocupación por la condición de vida de sus propios votantes. Indecencia política y moral. Pero, al mismo tiempo, era algo no menos grave: se hacía explícita la auto referencialidad del partido. Se sabían vencedores, en ese momento y lugar, de una operación soñada y deseada, perfilada y organizada por los bajos de sus propias sentinas de pensamiento. De manera que las palmas de las manos y los sobacos de sus señorías echaban humo: el más puro neoliberalismo de Estado –no cayeron en ese oxímoron— quedaba sancionado en el Parlamento. Algunos, tal vez con una piedad decimonónica, pensarían que, en el peor de los casos, siempre estarían a tiempo de que aparecieron las damas de la caridadpara poner un ocasional remedio en sus pobres de solemnidad.
Lo importante era, pues, la victoria: la oportunidad que les había deparado las grandes crisis superpuestas de estos últimos cuatro años. Esa es, tal vez parcialmente, el sentido de las ovaciones, y más todavía el alborozo de la diputada del Partido Popular que gritaba a pleno pulmón ¡que se jodan, que se jodan! Un grito obsceno, dirán los humanistas, a los que no pienso llevar la contraria. Pero, sobre todo, los gritos y la frase “popular” de la diputada expresaban la creencia de que la lucha de clases había sido derrotada en aquel momento y lugar. El grito cruelmente incívico (y las ovaciones del resto de la zahúrda) no es que sea lo de menos; lo de más –lo que tiene enjundia— es lo otro. Es decir, que el neoliberalismo de Estado ha sido sancionado oficialmente por las bancadas del Partido Popular y sus aliados, la guilda convergente y demócrata cristiana que, cuidando las formas, no aplaudió porque les era más cómodo acariciarse la cartera de los billetes.
Así pues, soy del parecer que –arcadas y vómitos, aparte— lo sucedido no es substancialmente una cuestión de abstracta moralidad sino política. Ahora bien, si algunos quieren retirarle la confianza a la zahúrda no seré yo quien les lleve la contraria.
