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José Luis López Bulla EL JINETE PÁLIDO DE FUENTEALBILLA
José Luis López Bulla



Nota. Esta es la traducción del artículo del profesor Gregorio Luri El genet pàl·lid de Fuentealbilla. Se trata de un homenaje a Andrés Iniesta. La versión castellana es cosa de los servicios de la Escuela de Traductores de Parapanda.



Gregorio Luri



Nadie ha podido explicar nunca –aseguraba el gran Somerset Maugham--  por qué razón el templo dórico de Paestum es más bello que un vaso de cerveza fría. Sin querer corregir al autor de Cakes and Ale, me atrevo a decir que Andrés Iniesta Luján, el jinete pálido de Fuentealbilla, es mejor que un vaso de cerveza fría.
No insistiré en la obviedad: la versatilidad de su repertorio, que supera con creces lo que se le pedía como interior izquierda, su elegante precisión sin  ninguna concesión a la frivolidad… Todo el mundo sabe que Iniesta es un jugador caligráfico. Pero nunca agradeceremos a La Masia el cultivo de este arte olvidado de la escritura precisa y bella, que tanto facilita la lectura del juego. A Can Barça las asistencias entre líneas y las increíbles diagonales son teoremas rutinarios de la geometría  ene dimensional.  

Son menos obvias las razones que refunfuñan los pesados que, cada vez que hay un acontecimiento deportivo, quieren hacernos creer que sólo de pan vive el hombre con una postura de superioridad moral un poco fachenda. A sus ojos, los amantes del fútbol viven alienados  por la última metamorfosis del opio del pueblo. Esta gente tan seria sólo considera relevante lo que de trágico hay en la vida.  Yo sospecho que la desconsideración del fútbol y, en general, de las frivolidades y de lo que es accesorio de la vida (de los otros) es el opio de los intelectuales, incapaces de entender la superficie de las cosas humanas.  Pero si no entienden la relevancia del deporte, es seguro que tampoco entenderán para qué diantre, si nos podemos alimentar de bacalao, en encabezonamos a conseguir el punto exacto de un bacalo al pil-pil.   

Nietzsche desconfiaba de los intelectuales reticentes al ejercicio físico porque son sordos a la voz de su propio cuerpo.  Al pensar incrustados a sus cátedras, decía, están predestinados a ser escapistas de la realidad. Este fue, por ejemplo, el caso de Plotino, el gran filósofo idealista, que sentía vergüenza de tener cuerpo y luchaba por liberarse del peso de la carne y subir ligero a la pureza de la voz del espíritu.  Los filósofos estáticos nunca pudieron experimentar la formidable sensación de acabar un partido de fútbol exhaustos, sucios, doloridos y felices después de haber competido en un campo enfangado un día de lluvia contra un rival u poco superior y al que, en el último momento, han vencido. Pero quien no siente la sabiduría de la voz de su cuerpo, conoce muy mal su propia alma. 

“Hemos ganado”, decimos; y, tras ello, nos sentimos dominados por una extraña contaminación de empatía que nos permite afirmar los lazos de copertenencia de los nuestros. Para algunos es un sentimiento muy primario. ¡Claro que sí! ¡Es el fundamento de la política!

Hay una cosa sublime en el espectáculo que nos proporciona Iniesta cuando, con la pelota imantada a sus pies, consigue ralentizar el tiempo a su alrededor, y mientras sus contrarios caen en la pesadez de un tiempo en proceso de solidificación que les obliga a moverse a cámara lenta, él, con sutileza,  encuentra el camino del laberinto de piernas.  A los escolásticos ociosos les gustaba plantearse cuestiones hiperbólicas, como ésta: “¿Cuántos ángeles pueden bailar en el extremo más afilado de una aguja?”. Si eso fuera factible para un humano, seguramente sería Iniesta.  Cuando entra en juego sabemos que hemos de tener a mano todos los adverbios y locuciones temporales, porque el instante se nos aturrulla y surge, de repente, lo inesperado como la posibilidad más natural. Ese instante es el lugar de la creatividad.  Si la rutina es el seguimiento constante de la misma ruta, en el instante creativo hay la posibilidad de un camino inexplorado. El tiempo es el jugador número 13 de un equipo de fútbol.  Y es muy caprichoso. Sólo los más grandes saben ganarse su complicidad y dejar al rival en la ingrata posición del contrarelojista empantanado en una pista de brea viscosa.  

Cierto, mientras la pelota está en juego, el azar, indómito, se reserva la última palabra. Pero los domesticadores del instante –precisamente porque no pueden prever por dónde les vendrá la pelota--  siempre han estado en Babia.  Saben que la relajación del rival es, a menudo, la razón de sus derrotas. Saben también que, cuando se ha pitado el final del partido, todo lo que ha ocurrido se transforma en relato y lógica en la pluma de los cronistas, pobres relatores de lo imposible.

Si para John Ford el cine era ver caminar a Henry Fonda, el fútbol es ver jugar a Andrés Iniesta … si puede ser, con una cerveza bien fría en la mano.   

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