Paco Rodríguez de Lecea
Hace años que Javier Tébar impulsa desde el Archivo Histórico de Comisiones Obreras de Catalunya (AHCO) un proyecto dirigido a presentar de una forma accesible a la consulta de un público amplio una serie de fuentes históricas escritas, sonoras y visuales, relacionadas con la presencia del antifranquismo catalán ante el Tribunal de Orden Público franquista (TOP). El libro que me dispongo a comentar, «Resistencia ordinaria» (1), se inscribe en ese vasto proyecto.
El acta de nacimiento del TOP se remonta al mes de diciembre del año 1963. Su aparición estuvo relacionada con un cambio de ciclo en la trayectoria de la dictadura franquista. Agotada –y fracasada– la etapa de la autarquía, el régimen embocó la vía del desarrollo económico después de recibir como una bendición celestial la visita del presidente estadounidense Eisenhower a Madrid, que vino a romper una situación de aislamiento “sanitario” respecto de las democracias occidentales. En el obligado adecentamiento de las instituciones emprendido por el régimen franquista para recibir la aprobación de Europa, se creó el TOP, no para sustituir por entero, sino para descargar de una parte de sus tareas a la jurisdicción militar. Hasta entonces la represión de la “subversión”, concepto que venía a englobar un amplio abanico de delitos que iban desde el bandidaje, el terrorismo y la sedición, hasta la simple desafección al régimen, había estado encomendada a las salas de banderas de los cuarteles donde se celebraban los consejos de guerra con jueces, fiscales y abogados de la carrera militar. Esa etapa impresentable tuvo una despedida y cierre clamorosos con la repercusión mundial y la protesta masiva por la persecución, tortura, juicio y finalmente asesinato legal del militante comunista Julián Grimau en Madrid, el 20 de abril de 1963.
En esas circunstancias la creación del TOP y su posterior funcionamiento fueron un intento de cambiar algo para que todo siguiera igual: una operación de pura cosmética, una administrativización de la represión, como la define Tébar. Las leyes, los delitos, las penas, siguieron siendo los mismos. Los argumentos, los considerandos, también. Pero era muy cierto, en cambio, que los planes de desarrollo habían introducido una nueva etapa en la vida de la dictadura, y el flamante tribunal “civil” se dio de bruces enseguida con un tipo de delincuente muy distinto del de la etapa anterior. Muy poco después de la creación del TOP, a menos de un año de distancia, las Comisiones Obreras de Catalunya celebraron su acto fundacional. Ocurrió tal cosa el 20 de noviembre de 1964, con la reunión de unos trescientos delegados de empresas de Barcelona y su cinturón industrial en el teatro anexo a la parroquia barcelonesa de Sant Medir, en la barriada de Sants. No sólo en Catalunya sino en toda España podría muy bien decirse, con una no escasa dosis de retranca, que el TOP y las CCOO fueron dos inventos destinados a encontrarse porque, de alguna forma, habían nacido el uno para el otro.
El gran acierto y el principal interés del estudio realizado por un grupo de historiadores con la participación y bajo la dirección de Tébar, consiste en que centran su atención no en el tribunal mismo, ni en los aspectos jurídicos e institucionales relacionados con él, sino en la otra parte compareciente: en los procesados. La colección de las sentencias del TOP, sobre todo a partir del estudio publicado en 2001 por el magistrado Juan José del Águila, y el material procedente de otras fuentes publicadas (estudios, relaciones, memorias personales), se completan en el presente libro de forma muy eficaz con la utilización extensa de otras dos fuentes históricas de una importancia fundamental: los expedientes depositados en el AHCO por algunos de los abogados laboralistas más comprometidos en la defensa de los procesados por el TOP, y la serie de biografías obreras basadas en la memoria oral de los dirigentes de la época, que el propio Tébar viene recopilando desde años atrás.
De todo ello surge el retrato de grupo realista y verosímil de una determinada militancia que representó en su momento, más allá de los “estados mayores”, la vanguardia amplia del antifranquismo. Tébar define a ese grupo como la “resistencia ordinaria” frente a la dictadura: «... me refiero a aquella formada en su mayor parte por las bases de las organizaciones políticas que actuaron en el interior del país (...) Esta “resistencia activa” la formó parte de la ciudadanía, “gente común” que estuvo mayoritariamente orientada en su acción desde el punto de vista político.» (Pág. 37) No pasaron por el TOP todos los que fueron, obviamente; pero las 1697 personas procesadas en Catalunya (1158 condenadas a prisión) forman sin la menor duda una muestra estadística suficientemente representativa del conjunto de esa “resistencia ordinaria” no demasiado numerosa, pero que pudo rondar las 30.000 personas, y en los años iniciales de la transición las 50.000. La mirada del historiador, su capacidad para trascender la anécdota y fijar la categoría, da un valor inestimable a ese muy amplio retrato de grupo. A cuarenta años vista, son muchos los antiguos militantes que se reconocerán en todos o algunos de los rasgos que el libro describe con sobriedad y contención.
A comienzos de los años sesenta, liquidado ya el maquis y abatidos los últimos “bandidos” legendarios como Facerías o Quico Sabater, la brigada político-social tendía a considerar al militante subversivo como un cuerpo extraño y maligno enquistado en el seno de una sociedad dócil y atemorizada. Lo más probable era que se tratara de un veterano de la guerra civil parachutado desde el exterior, un hombre (la militancia femenina era prácticamente impensable: luego me referiré más en concreto a esta cuestión) solitario y tenebroso, un marginal, un clandestino oculto detrás de la “tapadera” de un oficio respetable y de unos papeles falsos. La eclosión del llamado nuevo movimiento obrero vino a romper en pedazos ese retrato robot. El TOP se vio enfrentado a “delincuentes” de ambos sexos, jóvenes (28 años de edad media para los varones, 25 apenas para las mujeres), bien socializados, con un trabajo estable, apreciados por sus compañeros de trabajo y en muchos casos incluso por sus patronos, que les guardaron el puesto mientras cumplían condena. Personas que se relacionaban públicamente entre ellas, en el taller, en la plaza o en las actividades de la asociación de vecinos o de la parroquia, y sólo utilizaban la clandestinidad para proteger su coordinación en ámbitos más amplios o con las organizaciones ilegales en las que militaban. Personas, además, “de buena conducta”: así fueron calificados ante el tribunal el 62,82% de los varones procesados y el 77,83% de las mujeres. Un informe de la brigada social quiso explicar la divergencia entre la “buena conducta” moral y la actividad política delictiva del siguiente modo: «... si bien ya es conocida, como normativa de los individuos de organizaciones y partidos políticos contrarios a la Ley, que suelen llevar una vida privada que raya en lo ejemplar, para así encubrir con mayor seguridad sus actividades extremistas.» (Págs. 93-94).
La segunda parte del libro se compone de una serie de breves monografías que explican la relación con el TOP de las distintas organizaciones o “familias” que formaron parte del mosaico del antifranquismo. Javier Tébar Hurtado trata en primer lugar de las Comisiones Obreras, y siguen José Manuel Rúa Fernández (el movimiento estudiantil), Carme Molinero y Pere Ysàs (el PSUC), Ricard Martínez i Muntada (las organizaciones de la llamada izquierda revolucionaria), Fernando Hernández Holgado (cenetistas, anarquistas y libertarios), David Ballester Muñoz (el socialismo catalán), Paola Lo Cascio (nacionalismo e independentismo), y Giaime Pala (la Assemblea de Catalunya). De haberse seguido en esta parte del libro un orden cronológico, en lugar del monográfico por organizaciones, resaltaría aún más un hecho que me parece incuestionable: las Comisiones Obreras no fueron sólo la organización más afectada por la represión del TOP en Catalunya (423 procesados de un total de 1032 con militancia conocida; más del 40% del total), sino de alguna forma la que “marcó tendencia”. Las formas de actuación abierta y coordinación clandestina, y el impulso plural y ampliamente unitario que les dio origen, calaron hondo en el estilo del antifranquismo catalán. En el terreno estudiantil el mejor ejemplo de ese nuevo estilo fue la “caputxinada” del año 1967; en el propiamente político, la creación de la Assemblea de Catalunya en el año 1971, y sus posteriores convocatorias. Hay que conceder, de todos modos, que la hegemonía prácticamente indiscutida del PSUC en la dirección de las CCOO catalanas durante los últimos años del franquismo causó también un cierto movimiento de reflujo y una fragmentación del panorama ampliamente unitario de los inicios. Mientras organizaciones sindicales como la UGT y la CNT, encastilladas en el prestigio de sus siglas históricas, criticaban el “entrismo” de CCOO en la Organización Sindical vertical y perdían el paso y el peso en el interior de las fábricas, otras organizaciones políticas crearon sus correlatos sindicales (Sectores, Plataformas, CSUT, SU), a imitación del estilo abierto y semilegal de CCOO. Todas estas opciones tendieron a confluir en los grandes momentos unitarios, mientras que por el contrario en los momentos cainitas, que también los hubo, se produjeron en todas ellas escisiones, expulsiones, cismas y recomposiciones múltiples, situación que enmarañó bastante la trayectoria personal de muchas personas que desempeñaron un papel destacado en esa “resistencia ordinaria” al franquismo.
Javier Tébar arriesga unas “notas sobre la moralidad de la resistencia ordinaria bajo el tardofranquismo” (págs. 38-55), de lectura particularmente gozosa. Señala al empezar su exposición el carácter provisional, de mero tanteo, de dichas notas: «Nuestro conocimiento, sin embargo, es todavía limitado (...) Tal vez sea necesario incorporar una mayor profundidad y dimensión a la vida de aquellos que la protagonizaron (quiénes eran, cuál era su itinerario vital, cómo llegaron a la militancia política, etc.). (...) Se trata de preguntarse sobre las circunstancias de sus experiencias, de sus convicciones y expectativas.» En cualquier caso, afirmo, el ensayo de interpretación que nos ofrece Tébar resulta convincente y sugerente. Resumo de forma telegráfica algunas de las notas que avanza: compromiso, coherencia, cultura democrática, libertad. La política como horizonte que no tiene por qué ser necesariamente el de la victoria y la conquista del poder, sino un arriesgarse y realizarse, tal vez a través de la muerte libremente contemplada. La clandestinidad como cambio hacia la conquista de una identidad. La ruptura respecto a valores imperantes en la sociedad española, tales como religiosidad, orden, autoritarismo, etc. La felicidad como expresión de libertad individual en una generación socializada bajo el franquismo y resocializada en el antifranquismo. Los vínculos de solidaridad y amistad entre los militantes de los distintos grupos. Los espacios de relación, enclaves más o menos protegidos dentro de los cuales era posible reunirse, hablar y movilizarse para la acción... Tébar concluye su exposición con este agudo desiderátum: «Sería necesario incorporar también una visión menos vertical de aquello que fue decidido por los grupos dirigentes del Antifranquismo y de aquello otro que fue puesto en práctica por su militancia diaria, activa y muy movilizada durante aquel proceso.»
Este primer ensayo de buceo en la moralidad de un colectivo determinante en todo el devenir de los últimos años del franquismo y la transición, cabe contrastarlo con la visión –“sexuada” y sesgada– que tenían del mismo los magistrados del TOP, tal como explica en otro de los capítulos del libro la historiadora Nadia Varo Moral (págs. 85-103). Espigo tan sólo dos elementos impagables de esa visión: las consideraciones del psiquiatra franquista Antonio Vallejo Nágera (pág. 99), y el informe policial que acompañó a la segunda detención de la trabajadora de SEAT Isabel López: «... está catalogada como persona extremadamente peligrosa, a pesar de su sexo y edad, estando identificada plenamente con la doctrina marxista y siendo una de las principales instigadoras en los plantes y huelgas totales o parciales acaecidos durante los últimos años en la factoría SEAT, donde trabaja desde hace unos cuatro años, incitando a los hombres a que secunden estos paros.» (Pág, 97). Las cursivas son de Nadia Varo; llamo la atención del lector, además, sobre el temblor de espanto casi incrédulo que acompaña la última constatación citada: ¡una mujer, una mujer joven, incitando a los hombres a secundar los paros!
En resumen, el libro representa una primera contribución, aún no definitiva pero sí prometedora, de lo que se apunta como una futura historia social de la política del antifranquismo. El propio Tébar, en la presentación del libro, nos recuerda certeramente el hecho de que la resistencia antifranquista «no ha constituido en nuestro país el referente legitimador de la democracia actual», al contrario de lo que ha ocurrido en el caso italiano, francés o alemán. Cavilo para mí que tal vez esa pequeña anomalía de nuestra democracia sea una clave explicativa que subyace en otras anomalías más graves, sustanciales y evidentes, que persisten en nuestro país.
(1) J. Tébar Hurtado, ed., «Resistencia ordinaria». La militancia y el antifranquismo catalán ante el Tribunal de orden Público (1963-1977). Prólogo de Andreu Mayayo i Artal. Universitat de Valencia 2012.