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José Luis López Bulla PASOLINI Y LOS AÑOS SESENTA
José Luis López Bulla

Nota editorial. Publicamos en exclusiva este nuevo trabajo del querido amigo Riccardo Terzi. Lo hacemos por la potencia que se desprende de su texto que, a buen seguro, abrirá las ganas a más de uno para participar en este debate que abre nuestro amigo italiano. Un servidor está ya afilando el lápiz. Quedan expresamente invitados, par excellence,  nuestros amigos del blog hermano En campo abierto. Y quien quiera tirarse al ruedo de manera pastueña.

Riccardo Terzi
Introducción al Seminario del Sindicato de Pensionistas Italiano*
Bologna, 27 noviembre 2012

 Esta iniciativa puede aparecer un tanto inusual y demasiado lejana del radio de acción que es propio del sindicato. De ahí que sean necesarias algunas palabras que lo aclaren.

¿Por qué los Sesenta? Fueron los años que caracterizaron nuestra generación, el momento decisivo de nuestra formación política. Si observamos la realidad actual del Sindacato dei Pensionati Italiani (SPI), la biografía de sus cuadros y dirigentes, el universo ideológico y de valores que todavía funciona como criterio de orientación y juicio, se puede entender de manera evidente hasta qué punto todo ello tiene su origen en aquella fase política, con sus mitos e ilusiones, con su fuerza innovadora y sus fracasos.  Las trayectorias individuales son extremadamente diferenciadas y no existe una única clave de lectura, una única memoria de aquella época.  Pero fue el tiempo que plasmó, incluso en la diversidad de sus experiencias, nuestra vida, nuestro carácter, nuestro modo de estar en el mundo.  Así pues, se trata para nosotros --que ya hemos entrado en la fase crítica del envejecimiento, suspendidos entre el lamento y la esperanza, entre la sabiduría y el rencor, entre la pasión y el desencanto-- de hacer un balance de nuestra experiencia de vida para entender dónde están los puntos críticos, dónde los pasos fallidos, dónde las contradicciones que no supimos resolver. La memoria se usa como un recurso político al servicio del futuro. Si es solamente nostalgia o idealización del tiempo perdido acaba siendo sólo un peso bajo el que acabamos aplastados.  

Esta es la pregunta política que se puede formular con toda su crudeza: ¿por qué aquel movimiento expansivo, tan rico de idealidades, y capaz de producir entonces un extraordinario impulso participativo, se agotó en su opuesto, dando lugar a una larga –y todavía no acabada—fase de restauración?  ¿Qué resorte político e ideológico hizo posible ese vuelco? ¿Cuáles son nuestras responsabilidades?

Siempre tendemos a sobrevalorar nuestras responsabilidades como si fuéramos sólo unas víctimas de un destino, de una conjura de la historia sin aventurarnos nunca en el insidioso territorio del repensamiento crítico y autocrítico.  De esta manera nos condenamos a ser sólo los testigos impotentes de un pasado que no volverá, a vivir el presente como pérdida y desenraizamiento, pobladores de un mundo que se nos ha convertido en extraño.  En el polo opuesto, es el entusiasmo ciego e inconsciente ante todo lo que aparece nuevo, es la metafísica de la innovación –con independencia de sus formas y contenidos— es el ansia neurótica de ir a la par con los tiempos. A la figura del viejo nostálgico y rencoroso la figura  patética del viejo que se camufla dentro de un exhibido e improbable vitalismo juvenil.  

Hablar de los años Sesenta quiere decir hablar de nosotros mismos, de lo que queremos ser y de lo que pensamos que podemos hacer. Quiere decir intentar evitar las dos trampas opuestas de la nostalgia y de la vitalidad artificiosa para encontrar una brújula que nos pueda orientar en el tiempo presente.

En segundo lugar, ¿por qué Pasolini? Esta es una opción política consciente que puede obviamente ser discutida y contestada. A mi juicio, Pasolini es la mirada crítica que ve, antes que cualquier otro, todo la maraña de las contradicciones del “movimiento” del 68, su fragilidad interior, su posible destino de vaciamiento y fracaso. Es una crítica que viene del interior en una complicada relación entre compartir y rechazar, entre atracción y repulsa, que lo conduce a una difícil condición de incomprensión y, a menudo, de aislamiento.

Su tesis de fondo, si pudiéramos sintetizarla así, es que todo el trabajo de negación, contestación y destrucción de las viejas formas acaba siendo, de manera totalmente inconsciente, funcional para la modernización capitalista que tiene necesidad para poder desplegarse libremente de la creación de una sociedad de mercado, sin vínculos ni reglas, individualizada y desresponsabilizada, allá donde se encuentra, al mismo tiempo el máximo de libertad aparente y el máximo de dependencia de los modelos consumistas inducidos por el mercado.  En este sentido, el 68 no representó una alternativa sino sólo una aceleración del proceso. Pasolini ve que está  apareciendo en el horizonte una nueva forma social, un nuevo modelo neocapitalista y consumista que se libera de los viejos recintos de las ideologías conservadoras y que empuja a la aceleración del cambio, la innovación del progreso técnico, dando lugar a un nuevo estilo de vida.

Y la izquierda, con todas sus ingenuidades progresistas, es desplazada totalmente, porque la bandera del progreso y del cambio ha pasado a otras manos. Este es un punto crucial, todavía hoy muy actual. Así se explica la desorientación de la izquierda como el efecto del “mito” del progreso, de una visión de la historia como movimiento sólo ascendente sin conseguir ver sus efectos colaterales sociales y culturales. El error que cometimos todos en los años Sesenta fue no haber comprendido esta nueva dialéctica de la historia.  Por lo que las mismas conquistas sociales –como las del referéndum sobre el divorcio y el aborto [en Italia]-- tuvieron en sí una ambigüedad de significado, porque fueron simultáneamente un proceso de liberación y una brecha que abrió el camino hacia una forma social totalmente individualista, en el que se pierde el sentido de la responsabilidad y la relación con el otro. En suma, en el proceso de liberación hay también un substrato fangoso de egoísmo y de cinismo que gradualmente tiene el viento de cara. 

Todo ello nos conduce a un gran nudo político y filosófico: ¿qué función histórica puede realizar el momento de la negación y cómo todo ello pueda superar su lado negativo para dar lugar a un nuevo proceso de reconstrucción, esto es, la negación de la negación en el lenguaje de Hegel o el nuevo orden en el de Gramsci.

La negación, abandonada a sí misma, a su dinámica espontánea no crea ningún ordenamiento superior, sino que acaba siendo usada por todas las fuerzas que se orientan a construir su dominio sobre la disolución de las reglas y de los lazos sociales. Esto es lo que está sucediendo en la actual crisis política: tras el ataque al sistema de partidos, tras su inminente colapso no se anuncia una nueva y más madura democracia, sino la llegada de un sistema de poder, tecnocrático y oligárquico que finalmente puede eliminar los muy estrechos vínculos democráticos.  Como sucede con frecuencia las más virulentas fuerzas antisistema le hacen el juego al sistema. Y esto era en la época la preocupación de Pasolini, la angustia por un cambio que preparaba la vía de un nuevo dominio autoritario, prefigurando sólo un nuevo equilibrio de fuerzas en el interior de la clase dominante. Es “una lucha que la burguesía combate consigo mismo”, y al final del partido hay un capitalismo más fuerte, más penetrante y más agresivo. Es lo que ha sucedido.  

Como es sabido, Pasolini siempre miró al Partido Comunista Italiano como la única y auténtica fuerza popular, aunque era severamente crítico a sus rasgos autoritarios, paternalistas y moralistas. Entre el PCI y Pasolini hay una subterránea y fundamental consonancia. Por ejemplo, pienso en la fórmula de Berlinguer del partido “revolucionario y conservador”, con la que se quiere mantener conjuntamente el momento de la negación con el de la construcción.  El mismo concepto lo encontramos en Pasolini cuando dice, en una de sus páginas en Vie Nuove que “los verdaderos tradicionalistas son los marxistas” o que “no existe progreso sin una profunda recuperación del pasado”. 

Esta es una visión de la historia que rechaza el progresismo superficial, positivista, e intenta captar la compleja relación dialéctica entre pasado y futuro, entre tradición e innovación. A entrambos, Berlinguer y Pasolini, les horrorizaba la idea del desguace. Ahora bien, la negación –tomada en sí mismo como el valor absoluto sin ninguna capacidad de comprensión y recuperación del pasado, sin tener el sentido de la complejidad de los procesos y sus necesarias mediaciones— acaba desembocando en la práctica del terrorismo.  Es el “fascismo de izquierda” al que Pasolini combate, desde el inicio, con una durísima batalla. Es el producto de un vacío cultural, del atrofiarse las ideas y sensibilidades, que viene compensada por una ideología abstracta, osificada, que nunca entra en relación con la realidad viviente, sino que la aplana y la monda dentro de un esquema de violenta simplificación. La violencia deviene entonces la única palabra que se es capaz de decir. 

Los años Sesenta y sucesivos, no debemos olvidarlo,  son también eso; son el terreno en el que ha crecido esta planta degenerada, con su carga de oscura y ciega intolerancia. Que ha hecho descarrilar, durante un largo periodo de tiempo, toda nuestra historia política. El asesinato de [Aldo] Moro es el momento culminante y de mayor valor simbólico, ya que Moro encarna en sí la idea de la política como complejidad y mediación.  Si después viene la restauración, es también el efecto de este proceso degenerativo. Lo que explica, me parece, nuestra opción de leer los acontecimientos de los años Sesenta a través del testimonio de Pier Paolo Pasolini. No para compartir todo lo que ha dicho y escrito, sino porque ha visto con anticipación lo que estaba madurando en el trasfondo de nuestra sociedad con una mirada desesperada y profética. No podemos decir que no habíamos sido avisados de lo que iba a ocurrir. 

En tercer lugar, ¿por qué en Bolonia? Es la ciudad “consumista y comunista”, tal como la definió Pasolini. Es, pues, un decisivo punto de observación para entender hasta dónde la izquierda ha sabido o podido ofrecer una alternativa y no sólo un modelo de buena administración. Y la pregunta vuelve a ser hoy: ¿cuál es nuestra tarea? Se trata sólo de moralizar el sistema, de sólo poner orden en el desorden institucional, de sólo garantizar su eficiencia? ¿O es que no hay la necesidad de un modelo diferente, de un trabajo más en profundidad de reconstrucción del tejido social?

De esto se habla en la disputa sobre la llamada “agenda Monti”: si se trata solamente de poner en orden  las cuentas, de racionalizar lo existente o si es la sociedad, en su conjunto y en sus fundamentos, la que debe ser reproyectada sobre diversas bases. Pero es necesario, parece claro, una acción política eficaz; es necesario intervenir sobre las relaciones de fuerza. Son necesarias experiencias reales, resultados, y no sólo testimonios.  Como dice Pasolini, “fatiga no vencer nunca y ser arrojados a la derrota”. Aquí está el difícil pasaje que debemos hacer para escapar del vicio que parece condenarnos a la pasividad subalterna o a la impotencia. Es el tema de la política actual e, incluso de manera más riguroso, del sindicato, cuya función de representación se mida bajo el ritmo de la experiencia concreta de vida y trabajo de las personas.  

Por eso, creo que nuestra discusión de hoy tiene mucho que ver con los dilemas actuales de la acción sindical, sobre los que se descarga una potente ofensiva conservadora. Es sobre el terreno cultural, ante todo, donde estamos dominados. Esto no lo superaremos sólo con el pragmatismo, con la táctica cotidiana, con el ejercicio de nuestro oficio contractual. Porque si la fuerza de la hegemonía está en otro lugar, todo nuestro trabajo acaba siendo sólo defensivo, sin perspectivas.   El frente cultural no es superfluo, sino la condición indispensable para abrir un nuevo curso político. El Sindacato dei Pensionati Italiani puede ser un lugar privilegiado de esta reflexión, especialmente porque nosotros somos los testigos de una historia política. Y más que otros tal vez podemos intentar comprender el sentido, las contradicciones, las rupturas para mirar hacia delante.  Por ello insisto en la idea de que podemos escaparnos de las trampas del envejecimiento sólo si nos ocupamos del futuro, si ejercitamos en toda su plenitud nuestro derecho de ciudadanía.

Para concluir quiero señalar brevemente algunos importantes legados que vienen de la experiencia de los años Sesenta, incluso con sus tortuosas contradicciones que ya hemos citado. En primer lugar, hay una extraordinaria lucha obrera, que de varias formas se ha relacionado, también de manera conflictiva, con los movimientos juveniles y estudiantiles.  Ha sido una relación, una recíproca influencia, un intercambio: esto es lo importante.  A menudo se dio dentro de una representación totalmente ideológica y abstracta. Pero en todo caso, incluso con estas deformaciones, el tema del trabajo se puso en el centro; y se comprendió que no hay cambio político si no hay también, contextualmente, en un nuevo orden social, un nuevo sistema de relaciones en los lugares fundamentales de la producción. Podía ser irritante la actitud sabihonda y prepotente con la que los grupos del extremismo organizado pretendía dictar sus leyes, de sustituir al sindicato, de ser los únicos intérpretes de la consciencia de clase. Pero tal vez hoy podemos lamentar esta atención al mundo del trabajo en el momento en que todos parecen afanarse a demostrar que las clases han desaparecido  y que el conflicto social es una chatarra del Novecento.

Tras las pocas excepciones me gusta citar a Luciano Gallino que ha descrito las políticas, hoy dominantes, como una forma sublimada y refinada de la lucha de clases, que esconde su ferocidad dentro de la falsa neutralidad de la ciencia económica de matriz neoliberal. Hay que partir del conflicto social para volver a darle un sentido a la política de la izquierda y para reactivar el sistema democrático como un proceso de inclusión y promoción social.  

Otro aspecto a recordar es el gran empuje innovador que se abrió en la Iglesia, con el Concilio Vaticano II, con las Encíclicas del Papa Juan XXIII y Pablo VI, con los fermentos de un mundo católico de base que abre una ruptura neta y decidida con toda una tradición clerical y conservadora. Hoy es necesario abrir una dialéctica positiva con el mundo católico, y más en general con la religiosidad en sus diversas formas, rechazando la identificación con el moderantismo y la lógica perversa de la alianza entre fe y poder. 

Es un tema recurrente en la reflexión de Pasolini que considera el sentimiento religioso como un componente de nuestra vida, como un trasfondo emotivo e irracional que siempre vuelve a emerger y puede ser, de vez en cuando, una potente fuerza de liberación o de represión. En el camino de la emancipación humana no se puede prescindir de este posible recurso tras un periodo en el que las iglesias, cristianas o no, ha prevalecido una lógica de restauración, fundada en una idea integrista de la verdad. 

En fin, los años Sesenta fueron un tumultuoso movimiento de democratización en los más diversos ámbitos: desde la Magistratura a la  enseñanza, desde la sanidad a las fuerzas armadas con una crítica radical a todas las estructuras de tipo autoritario. Fue un filón fecundo que debe ser reactualizado bajo nuevas condiciones. Efectivamente, contra las torsiones tecnocráticas que hoy se están desplegando, la democracia tiene sentido solamente como un proceso de reconquista del poder de control y decisión cuestionando en todos los campos los mecanismos jerárquicos de la autoridad, la competencia y el mérito. Y el decisivo banco de prueba en el que se mide la fuerza inclusiva de la democracia es el de la relación entre política e economía que en estos años ha sido devastado a favor del mercado sin reglas.

La crítica del principio de autoridad era, en el movimiento de los años Sesenta, el aspecto más innovador y más rico de potencialidades. Pero también ello acabó aplastado dentro de la rigidez de una representación ideológica y dogmática que sucesivamente ha mortificado y destruido las primeras instancias democráticas. Pero de ahí podemos partir. Hoy, con la consciencia de las degeneraciones y de los errores de nuestra historia pasada, podemos intentar construir un nuevo proyecto político, basado en la más amplia participación democrática. Y Pasolini, con su inteligencia crítica, con su pensamiento a contracorriente, puede ser todavía  una guía para orientarnos en las contradicciones de nuestro tiempo presente, evitando ser dominados por la “atroz desviación de la mente humana que es el buen sentido”.     

* Traducción José Luis López Bulla


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