Nada que objetar a la celebración de primarias en las organizaciones políticas. Ahora bien, estoy un poco mosca con la insistencia que algunos ponen en ello ya que tan importante metodología aparece, de un lado, como el bálsamo de Fierabrás y, de otro lado, sin ninguna relación con el programa. Así las cosas, la guía del partido aparece en clave personalista y, desgajada de la cuestión programática, corre el peligro de un verticalismo del líder que ha resultado vencedor.
Ciertamente, las primarias siempre fueron miradas con suspicacia --cuando no con animadversión-- por los partidarios de los cabildeos o por quienes desconfiaban de la irrupción del común de la militancia. Los mismos que, en todo caso, no tenían demasiado interés en proponer la seña de identidad que se corresponde con el programa, cabiendo aquí los partidarios como los detractores de ese método.
Ahora bien, miremos las cosas con detenimiento: una vez que se ha apostado por las primariases un contrasentido mantener el mismo estilo de incomunicación (o de relación precaria) con el conjunto de la organización. El destello participativo de las primarias es sólo un detalle estético si la ausencia de capilaridad entre todos los centros y todas las periferias sigue brillando por su ausencia. Y el fogonazo de las primarias no deja de ser, así las cosas –esto es, en ausencia de capilaridad y sin programa-- un potente instrumento que consigue lo contrario: el reforzamiento unipersonal del líder. De un dirigente que, desde el arengario, se dirige –sin intermediaciones-- urbi et orbi.
Yendo por lo derecho, entiendo que las primarias son un instrumento importante como una expresión más (no la única, ni la principal) de una tupida trama de hechos participativos cotidianos que demuestren que la soberanía de la organización radica en sus afiliados.
