… Y estalló el aguirrazo. Efectivamente, Esperanza Aguirre ha tronado contra su partido. Le ha dado donde más duele a la dirección; le ha llamado corrupto y, blandiendo el descabello, ha afirmado: «Una crisis política como esta es la oportunidad para limpiar lo que está sucio» (1). Por supuesto, se trata de la misma persona que organizó el llamado tamayazo, la tristemente célebre compra de dos diputados tránsfugas que la llevaron a la presidencia de la comunidad autónoma de Madrid en noviembre de 2003; la misma que, junto a un grupo de aves carroñeras, organizó una trama oscura para privatizar una parte considerable de la medicina pública madrileña. Esperanza Aguirre, una de las exponentes cañí de lo que Luciano Canfora ha denominado las «nuevas oligarquías, esas fuerzas decisivas, retroescénicas, que en el fondo se desentienden de los procedimientos electorales».
El aguirrazo no es, por tanto, una llamada a la transparencia y a la regeneración, sino una lucha sorda por el poder y la disputa por quién lidera los procesos termidorianos económicos y políticos de España: la viejuna política convencional de Mariano Rajoy o el populismo de la Aguirre, cada una de ellas con sus clanes y cohortes.
Podría ser que las declaraciones de Aguirre sean el pistoletazo de salida de una lucha por el poder (en el partido y hacia la candidatura de la presidencia del gobierno) claramente indiciada. En todo caso, sea como fuere, es el resquebrajamiento del Partido popular, que afectará lo suyo a la estabilidad del gobierno. Mientras tanto, Rajoy aparece doblemente como el Asno de Buridán: si reconoce a Bárcenas se hunde en la miseria, en caso contrario se le pudre todavía más el liderazgo político e institucional; si acepta el consejo de Aguirre le da paso a ésta; en caso contrario, se descalabra.