Por Jean-Pierre STROOBANTS
Serán, sin duda, rápidamente olvidados igual que los millares de sus predecesores, pero los muertos de Lampedusa y Malta habrán obligado a los responsables europeos a salir de su silencio. Los jefes de Estado y de gobierno no podrán evitar estos próximos 24 y 25 de octubre en la habitual cumbre de Bruselas el asunto de la inmigración clandestina. Tendrán que decir, y aún más, hacer algo para que el mediterráneo deje de ser ese “cementerio humano” descrito por el primer ministro maltés. El comunicado final evocará la necesidad de ayudar en primer lugar a Italia y a otros países, reforzar la vigilancia, ayudar a los países en tránsito a controlar la salida de sus embarcaciones, etc. Propósitos alejados sin duda de una “política migratoria inteligente” preconizada por algunos.
Y es que la realpolitik del momento actual impulsa a cada estado a encerrarse en una lógica nacional, alejada tanto de las realidades como de las necesidades. Prevalece aquella a la vez que una evidencia se nos impone: no es ya posible, para los países de la Unión europea, razonar en términos de soberanía, especialmente porque estos mismos países han “europeizado” sus políticas migratorias creando Schengen, el espacio sin fronteras interiores…
El temor principal de sus dirigentes es ver a los partidos extremistas y populistas, que convierten la inmigración en puro juego electoral, progresar a lo largo de todo el continente. Malestar ya viejo, agravado por el hecho de que muchos de estas corrientes, que antes sedujeron a los electores denunciando la inaplicación de las medidas de cierre de fronteras decidida en 1974-1975, conectan en la actualidad sus proyectos con los temas explosivos de la identidad nacional y de las relaciones con el Islam. Fenómeno de lenta impregnación, emparejado con la ausencia de un discurso audaz de las elites políticas tradicionales, ha dado por tanto como resultado que un gran número de europeos sean en este momento reticentes a la presencia, juzgada como demasiado masiva, de los “extranjeros”.
Al muro de papel que los políticos habían pedido que se erigiera lo sustituye la exigencia de un muro físico, una “fortaleza” parecida a la que el emperador Adriano mandó erigir en el siglo II en el norte de Inglaterra para proteger al imperio romano de las hordas escocesas… Por eso hay que recordar que la migración es un fenómeno de todos los tiempos que ha dado forma a nuestras sociedades y a una Europa de la que 40 millones de personas proletarizadas se marcharon a explorar otros continentes a lo largo del siglo XIX. Uno puede recordar también el final del siglo XX, cuando una cierta euforia económica engendró una nueva inmigración de mano de obra.
Seamos realistas: todo esto no va a convencer a las opiniones aturdidas por la crisis y las teorías del declive social, paralizadas por este miedo al futuro que rodea a los europeos y fascina a los observadores de todo el mundo. Es inútil añadir a su angustia por una “invasión” la invocación a las proyecciones que avisan del número entre 800 y mil millones de desplazados, víctimas de movimientos que reflejan el estado de un mundo inestable que, globalizándose a sí mismo, también visualiza de forma cada vez más clara la globalización de las injusticias.
Otras previsiones confirman que, por razones demográficas (pocos niños y exceso de ancianos), la mayoría de los países europeos tendrán necesidad de nuevos emigrantes. La ONU sitúa ese momento en torno a 2025. Serán decenas de millones de personas a las que Occidente tendrá sin duda que llamar. «Una solución provisional al descenso de la natalidad ya que los inmigrantes, también, envejecen», prevenía en 2002 Johan Wets, investigador de la Universidad católica flamenca de Lovaina (Les Nouvelles Migrations, un enjeu européen, Editions Complexe). Otro obstáculo revelado por este sociólogo: «El Oeste demandará sobre todo trabajadores altamente cualificados mientras que la oferta proveniente del Sur estará compuesta sobre todo por personal débilmente o no cualificado.»
La idea de una inmigración “laboral”, evocada por la Comisión europea se apoya también en la demografía y en el riesgo de una caída de los sistemas de protección social. La patronal apoya discretamente la idea de una reapertura condicional de las fronteras a fin de remediar las carencias de mano de obra.
¿Cómo salir entonces de las ambigüedades de la no-política actual e integrar estas realidades contradictorias? A lo mejor preguntándose si la progresión de la inmigración clandestina, y de los fenómenos a los que está ligada —entre ellos la delincuencia— no está también alimentada por las políticas restrictivas de los estados europeos. Y a continuación apoyando esta idea de una «política migratoria inteligente» lo que supone en primer lugar una coordinación, ¿o, diré, una federalización?, europea y del coraje.
Habrá que atreverse a decir un día a los ciudadanos exasperados que la reagrupación familiar, el derecho de asilo y el estatuto humanitario son obligaciones, a no ser que forcemos a los Veintiocho actuales estados miembros de la UE a renunciar también a sus valores fundacionales. Habrá que regularizar a los ilegales instalados desde hace tiempo, instaurar cuotas para una mano de obra de trabajo limitada, reprimir vigorosamente el tráfico de seres humanos, abrir las fronteras a algunos nacionales a cambio de un compromiso claro de sus países de origen para controlar los movimientos migratorios que parten de sus territorios o transitan por los mismos.
Artículo publicado en Le Monde, 19 de octubre. Traducción de J. Aristu en el blog hermano En campo abierto.