Escribe Alberto Asor Rosa
Antes de entrar en la sustancia de la delicada materia política a la que este artículo quiere referirse, debo confesar una personal dificultad mía, o histórico disgusto, que podría hacer que todo lo que viene a continuación sea altamente discutible. Me refiero a esto: cuando el disenso político se convierte en abismal, se transforma en una diferencia antropológica que lo fundamenta y justifica. En lo que a mí respecta es así como yo miro a Matteo Renzi, el nuevo y brillante líder de la izquierda italiana. Es como si él y yo perteneciéramos a mundos distintos, incomunicables. Por eso hablo de mi dificultad para construir un discurso racional sobre el mismo. Sería como si al marciano de Flaiano se le pidiera que formulase un cauteloso juicio político sobre los habituales parroquianos de los cafés de Via Veneto, o también viceversa (en su tiempo, se entiende: ahora es completamente diferente)[1]
Todo esto —lo digo sin ironía y sin ninguna autocondescencia fabuladora— pende de forma pesada contra mí. Él, Renzi, es lo nuevo que viene, con toda la fuerza rompedora de su total (y también anagráfica) ignorancia del pasado. Yo soy el pasado que mira con estupor el presente, con la pretensión, hoy total y también cómicamente vana, de que el conocimiento del pasado, y el de tenerlo en cuenta, como se hacía antes, pueda traernos todavía algún pequeño elemento de previsión, y de acción, para el presente. Pero, si tenemos dos nociones y creencias totalmente opuestas acerca de la política, ¿por qué presumir de juzgar una de las dos políticas desde el observatorio de una concepción de la misma que es exactamente la opuesta? Que sepa por tanto el lector —lo digo por honestidad intelectual— que este artículo estará marcado negativamente por este fuerte prejuicio. Me limitaré a algunas consideraciones básicas, mejor dicho, a esa extendida “lectura del texto”, que aclare (quizás) el punto en el que estamos.
1. Lo he dicho ya en otras ocasiones, pero como principio quiero volver a recordarlo. Renzi, y el renzismo, , que ya ha nacido e incluso prospera vigorosamente a su lado, representa el punto de llegada final de la larga parábola iniciada hace veinticinco años en la Bolognina de Achille Occhetto.[2] ¿Cuál es la esencia de esta parábola? La esencia de esta parábola es la revocación, total e irreversible en estos días, de la tan vituperada “diversidad comunista”, es decir de la pretensión, abominable a los ojos de muchos, de hacer política de forma distinta para alcanzar objetivos distintos. Esta revocación incide de forma más grave en el panorama político italiano en tanto en cuanto no dio lugar, como podíamos pensar y esperar, al nacimiento de una opción socialista. El hundimiento del viejo socialismo italiano, debido fundamentalmente, pero no solo, a la campaña judicial de Mani pulite, y el rechazo, que habrá que estudiar todavía de forma más profunda, de la dirección post-comunista a sustituir a aquél en ese rol, han producido esteunicum en la historia europea de los dos últimos siglos: Italia es el único país en el que no existe un partido socialista. El continuo desplazamiento autodefinitorio —del Pci al Pds, luego Ds, hasta culminar en el actual Pd…— que se debe en esencia a la incertidumbre profunda sobre qué es y sobre todo qué se quiere ser o en qué quiere uno convertirse, ha producido la pérdida de cualquier identidad cultural o ideológica. El renzismo contesta: ¿qué necesidad tenemos de ello? La política prescinde de eso. Mientras, vayamos hacia adelante a toda pastilla. Después, y en su caso, ya veremos.
2. Como ya he dicho en otros sitios, la clave de toda esta historia reside en la increíble serie de errores cometidos por la vieja dirección post comunista (sobre la que no tenemos espacio ni ganas para profundizar en este momento, pero que damos ya por aclarada históricamente). El último sobresalto identitario se constató cuando Bersani derrotó claramente a Renzi en las primarias de 2012. El genio del renzismo consistió en haber esperado el momento en el que el agotamiento del viejo grupo dirigente dejó abierta las puertas al más drástico de los derribos. Tal derribo consiste esencialmente en tres aspectos:
a) Renzi sustituye con la fuerza plebiscitaria del consenso la jerarquía organizada y escalonada (e incluso con intereses parecidos a la“omertá”) del Partido. Es decir, en esencia, niega la conveniencia in re del Partido, que queda como una cáscara, como la bandera que se ondea, pero no mucho y frecuentemente casi para nada, en los actos oficiales. Es decir, cambia la noción misma de democracia, que este país para bien o para mal ha venido practicando desde 1945 hasta hoy, bien es verdad que tutelada, si no me equivoco, por ciertos aspectos no irrelevantes de nuestra constitución.
b) Además de la utilidad y oportunidad del propio Partido (y más en general de la forma partido en cuanto tal), niega la utilidad y la oportunidad de la representación parlamentaria. De hecho, tradicionalmente, entre el cuerpo de los elegidos, que al menos teóricamente deberían representar la auténtica voluntad popular, y la dirección del Partido correspondiente ha habido siempre, al menos desde el final de la fase estaliniana en el Pci, una dialéctica de contraste y de intercambio. Hoy, la representación parlamentaria es tratada como si fuera una mera ejecutora de los diktat provenientes de la dirección renziana.
c) La política se manifiesta, según el vocabulario renziano, como la serie de actos que sirve para alcanzar los más rápida y eficazmente posible un específico resultado. La orientación de todo el proceso, y sus reflejos sobre la situación social, cultural y ético-política del país, quedan en la sombra. Probablemente existen, pero cuanto menos se vean mejor, o quizás, si se viesen, sería mucho peor. Como se dice en Roma “famo a fidasse” (nos fiamos uno del otro sin necesidad de ponerlo sobre el papel).
3. Si las precedentes afirmaciones tienen mínimo fundamento salta a la vista que las características “nuevas” del renzismo, es decir la velocísima revolución acaecida en los últimos años en el campo de la izquierda moderada, son muy similares a aquellas ya verificadas en el curso de los años precedentes en el centro-derecha y en la realidad política del disenso y de las oposición populares.
Para vencer a Silvio Berlusconi y Beppe Grillo — cosa que no le había ocurrido jamás de forma estable a la vieja dirección post-comunista y post-democristiana— habría que seguirles hasta su propio terreno. Esto me parece una verdad irrefutable: liderismo absoluto, populismo plebiscitario, discreto desprecio de los mecanismos institucionales y constitucionales, rechazo del sistema-partido y del sistema de partidos, ruptura de los esquemas de la vieja, desgastada y consumida imagen del político ancien régime, son los puntos fuertes del “nuevo político” más allá y más acá de las tradiciones, ellas también terriblemente obsoletas, límites político-ideológicos, derecha, izquierda y todo lo que viene del pasado. El “nuevo político” no tiene adversarios: tiene solo competidores a los que batir más o menos en su mismo terreno. Podrían hasta entenderse entre ellos: y no se ha dicho que al menos en ciertos terrenos, por ejemplo con la nueva ley electoral, sucede exactamente esto.[3]
4. El dato quizás más significativo de este proceso es que éste ha recogido rápidamente un amplio consenso popular. El “pueblo” —mejor dicho, y más exactamente, un cociente más bien amplio del electorado del Pd, con ramificaciones significativas en los otros electorados— sigue a Renzi por esta vía. Oímos repetir por muchas partes: «Con Renzi ganamos». Importa menos saber “qué ganamos”, con tal de que alcancemos una razonable seguridad de que “con Renzi ganamos”, Por tanto, liderismo, populismo plebiscitario, liquidación de partidos, un discreto desprecio por el juego parlamentario y por las instituciones que lo garantizan, han abierto brecha profundamente. Medios de comunicación, órganos de prensa, televisiones, creadores de opinión se alinean cada vez más de forma entusiasta. Hombres inequívocamente de izquierdas (Vendola, Landini) parecen mirar con simpatía las posibilidades de maniobra que el “modernismo” renziano les permite. ¡Mejor que estar parados o quedarse siempre marginados!
5. Ha habido, por tanto, como siempre ocurre en estos casos, un proceso de recíproco reconocimiento entre el naciente líder y las masas mutantes (acaban de escribir sobre esto recientemente Eugenio Scalfari y Ernesto Galli della Loggia respectivamente en La Repubblica y el Corriere della Sera: volveré sobre esto próximamente). Se podría discutir largamente sobre estos procesos. Lo que importa sin embargo es que hayan ocurrido. Constatarlo no significa empero saber cómo enfrentarse a ellos. Al contrario, es difícil interponerse sobre todo en el mismo momento en que, como ocurre ahora, tal conjunción sucede. Y además, el momento en que la conjunción sucede es también aquel en el que se elabora y presenta una posible interposición; de lo contrario la competición se bloquearía durante diez años como mínimo. Pero aquí se curten los dolorosos lamentos. No se trata por tanto de contraponer una hipótesis política a otra, hasta ahora predominante. Se trata, resumiendo una vieja, detestadísima terminología, de recrear una cultura política de izquierda, anclada en la tradición (todo lo que hay de bueno en el mundo tiene un pasado y una historia) y al mismo tiempo moderna, modernísima, más que la otra que, después de todo, no ve mucho más allá de sus narices. O sea, comenzar a decir de forma razonable aquello que se quiere y antes de decir cómo se quiere. Queda por tanto algo del pasado: distintos, pero nuevos, ya no comunistas. Esta es la apuesta. Y además es creíble por el hecho de que en esta Italia hay mucha gente, las conozco y trabajo con ellas conjuntamente. Es difícil extender la red entre sus no siempre fácilmente asimilables diversidades. Pero si hay que hacerlo habrá que hacerlo. En tiempos de durísima penuria es exactamente lo que hay que volver a hacer.
6. Antes de terminar me gustaría manifestar un último delirio político, mejor, politicista. Si las cosas son como dice el conservador de la tradición, habría que evitar a toda costa que caiga el gobierno Letta y tengamos que ir a nuevas elecciones, tal y como los homines novi más o menos unánimemente desean.
Al menos por tres razones: a) hay que evitar que la derecha se recomponga; b) hay que elaborar una buena ley electoral que sin equívocos asegure la alternancia en este país. El doble turno y las preferencias (mejor más de una) forman el único sistema capaz de alcanzarla, y para conseguirlo necesitaremos más tiempo de lo que se cree; c) necesitamos tiempo para elaborar, proponer e imponer una nueva cultura política, de la izquierda, con las consecuencias que tal proceso podría tener sobre todo el sistema político y civil del país.
¿Son argumentos paradójicos para alguien que invita a resucitar la vieja-nueva izquierda? Sí, ciertamente. Pero la paradoja es nuestra actual condición de vida, incluso de la vida pública y civil, y tal vez personal, más allá de la política. No podemos prescindir hoy de la paradoja. Por eso es necesario gobernarla con astucia.
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Alberto ASOR ROSA (1933) es crítico literario, escritor y profesor universitario. En los años noventa dirigió la revista italiana de izquierda Rinascita. La traducción del texto la realizó J. Aristu. (Gentileza del blog hermano En campo abierto)