UN ARTEFACTO PARA LA POLÍTICA
Nota editorial. Les dejo a ustedes con una serie de importantes consideraciones de Javier Aristu. Por dos razones: una, por sí mismas; otra, porque no se me ocurre nada que decir en estos momentos. En todo caso, Metiendo bulla les da el siguiente consejo: esta noche, que es Nochebuena, sean parcos en el comer y más todavía en el beber, porque el consumo escesivo del bicarbonato tiene sus inconvenientes.
La democracia española construida a partir del proceso de Transición que arranca formalmente en 1976 —aunque algunos de sus elementos venían gestándose desde años antes, cosa que a veces se olvida— ha sido fundamentalmente una democracia en la que la representación institucional, a partir de las primeras elecciones y en la mayoría de los casos, ha estado protagonizada por abogados, por licenciados en derecho, que sustituyeron a los cuadros políticos de la resistencia al antifranquismo. Me explico, recurriendo a un breve análisis de la historia. Los movimientos que se gestaron en los años de las luchas antifranquistas fueron claramente dos: el movimiento obrero y el estudiantil-profesional. En el primero, ya sabemos, no había profesionales o licenciados. Estaba compuesto fundamentalmente por aquella generación de trabajadores manuales —en su mayoría— con una muy buena preparación profesional y técnica, nacidos en los años posteriores a la guerra civil, formados en el sistema profesional que creó el franquismo, salidos en una parte considerable de las zonas rurales del interior de la península (Extremadura, Andalucía, Castilla, Murcia, etc.) y desembarcados en las grandes capitales industriales, como oleada inmigratoria que ha dado sentido y naturaleza a lo que hoy somos como sociedad. Su aportación decisiva a la historia de este país es la configuración de las Comisiones obreras que fueron, sin duda, objeto del mayor acoso y represión por parte del Régimen franquista.
Es ya importante la bibliografía sobre el asunto de la represión de la dictadura sobre el movimiento obrero pero no puedo dejar de citar, por su cercanía, algunas aportaciones sustanciales sobre este asunto: la monografía de Juan José del Águila La represión de la Libertad, (Planeta, 2001), el libro de Juan Moreno, Comisiones Obreras en la Dictadura (Fundación 1 de mayo, 2011) y el reciente La resistencia andaluza ante el Tribunal de Orden Público (Fundación estudios Sindicales de Andalucía, 2014). Estas, entre otras, sacan a la luz quiénes y cuántos fueron el objeto de la represión y la persecución de la dictadura a partir del periodo de la industrialización y el desarrollismo.
El otro, el movimiento estudiantil y profesional nacido en los años 60 del pasado siglo, es seguramente la otra cara de la moneda, la parte de aquella sociedad urbana, burguesa, complacida y callada ante el dictador, cuyos hijos se rebelarían desde las aulas universitarias y formarían el aliado fundamental del componente obrero. Posteriormente, tras su licenciatura, constituyeron los frentes profesionales y alternativas democráticas que tanto preocuparon a los jerarcas de los colegios profesionales de entonces. De ambos afluentes nacerá la España de la transición, a ellos se incorporarán tardíamente otros segmentos y grupos sociales que, cada uno con sus representantes y protagonistas políticos, no querrán perder ocasión de ocupar un puesto al sol en el nuevo sistema político que ya se adivinaba en los primeros años setenta.
Ocurre que los protagonistas de aquellos movimientos sociales fueron sustituidos a partir de la consolidación de la democracia por una conjunto de exponentes de determinadas profesiones que, a partir de la ocupación del poder en cada uno de los partidos del nuevo sistema democrático, se erigieron en los representantes políticos de la sociedad española, los nuevos diputados, alcaldes, senadores de la democracia española. Con el afianzamiento de este sistema llegarán a constituir una estructura de funcionamiento e influencia que se ha venido en denominar una clase política, una oligarquía política, un establecimiento (del inglés stablishment) o, recientemente, la casta. Con todas las dudas e interrogantes que suscita el uso de estos términos. Los integrantes de este estamento han venido protagonizando las pantallas de la televisión fundamentalmente desde 1982 con la consolidación de los gobiernos PSOE, los debates institucionales más decisivos de estas tres últimas décadas y, lamentablemente, las cabeceras de escándalos de corrupción y mal uso del poder público. El último de esta saga acaba de abandonar su escaño en el parlamento español tras diez legislaturas ininterrumpidas. ¿Quiénes han formado ese grupo de representantes políticos que han protagonizado el debate institucional y político de los últimos 35 años? Especialmente los pertenecientes a tres estamentos profesionales: los licenciados en Derecho, abogados y procedentes de cuerpos de administradores del Estado (abogados del estado, jurídicos de diversos cuerpos, letrados, notarios, registradores, etc.); los economistas, generalmente procedentes del profesorado universitario, de los técnicos comerciales del estado o, más recientemente, de la banca de finanzas; y tercero, los funcionarios de la enseñanza, maestros, profesores universitarios y docentes en general. Faltan médicos, ingenieros, arquitectos, trabajadores manuales, artistas, empresarios o emprendedores, y otras profesiones de la sociedad civil. No he hecho una estadística de los “servidores del estado” de estas tres últimas décadas pero me temo que no erraré en la descripción anterior. ¿Qué ha ocurrido? Fácil, los protagonistas sociales que dieron motor y fuerza a la transición fueron sustituidos por excedentes de otros grupos socio-profesionales que por su influencia, disponibilidad funcional y posición en el “aparato del estado” han constituido la representación orgánica de la democracia, su clase política.
Esto es posible que empiece a cambiar en dos sentidos: una nueva generación biológica asoma por la ventana, rompe las puertas de la casa, destroza el mobiliario, dispuesta a ejercer su protagonismo y con voluntad, por tanto, de echar del escenario a los vigentes representantes. La otra novedad es que frente al predominio de los “cuerpos de servidores del estado” aparecen los politólogos y «expertos en ciencia política» (profesores universitarios y profesionales libres) como nuevos y predominantes referentes del debate político. De un tiempo a esta parte venimos leyendo noticias y artículos sobre la situación política cada vez más frecuentes donde las firmas y los títulos que aluden son esos a los que acabo de referirme. Y lo que es más novedoso, una parte no desdeñable de la “nueva vanguardia política” (Podemos, Ganemos, etc.) tiene como profesión, estable o precaria, la de la “ciencia política”. No me atrevo a pensar qué pensarían los Lenin, Roosevelt, Churchill o Mao Ze Dong —por citar nombres indiscutibles de la política universal— si les dijeran que su actividad era parte decisiva una “ciencia”.
Sabemos que esta rama del conocimiento es relativamente reciente, surgida en las universidades americanas tras la guerra civil o de secesión, fue trasladada al ámbito académico europeo en las últimas décadas del siglo pasado (la primera facultad española, la de Madrid, nace a finales de los 50 con la denominación de Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales, luego se separarán) y hoy día constituye uno de los referentes mayoritarios de muchos de los actuales estudiantes europeos que combinan los estudios de economía (bussiness) con los de política y teoría del estado. Estudiar Ciencia política hoy está de moda. Perry Anderson, el historiador anglosajón, profundo conocedor de las sociedades europeas modernas alude en un reciente libro (El Nuevo Viejo Mundo, Akal, 2012) a la cita del historiador francés Alfred Cobban sobre esta rama del saber: un artefacto que sirve «para evitar el peligroso tema de la política sin alcanzar la ciencia»–. Y Anderson nos dice que esta frase “no ha perdido vigencia.” No parece que los Pablo Iglesias, Íñigo Errejón, Juan Carlos Monedero, Carolina Bescansa, Jesús Montero, Luis Alegre —miembros de la dirección de Podemos y todos ellos provenientes de la cultura de la facultad de Políticas de Madrid — se abstengan de hacer política; al contrario, llevan años haciéndolo en diversas organizaciones. La novedad es que, a la vez, hacen “ciencia política”, elaboran y analizan desde la teoría. Véase como ejemplo Fort Apache, el programa de televisión donde “el secretario general” Pablo Iglesias hace a su vez de “presentador y conductor televisivo” de otros politólogos. Es como un viaje de ida y vuelta: la teoría leída y estudiada en los libros la están poniendo en práctica desde mayo de este año; y al revés, la experiencia que salga de todo esto tendrá que ser estudiada en las facultades. Así aparece la actual etapa de la historia de España, no sabemos por cuanto tiempo: unos teóricos universitarios están poniendo en pie un modelo de acción política pensado, elaborado y puesto en pie desde unos presupuestos de teoría universitaria. La teoría la ponen ellos, el movimiento, hasta ahora, les sigue. Por eso no es tan diferente a como se hacía en el pasado: por ejemplo, antes, la teoría la ponía la dirección de un partido, desde París en la clandestinidad (PCE) o desde la calle Ferraz en Madrid a partir de 1979 (PSOE); hoy se hace desde los despachos de una universidad o de un gabinete de sociología, o, más sorprendente aún, desde un plató de televisión.
Es interesante observar cómo este grupo de teóricos-políticos de Podemos tiene su contraparte en otro grupo o firmas que, con la misma edad, posiblemente estudiantes en la misma facultad pero no de la misma escuela teórica, comienza también a contraponer otros presupuestos y teorías políticas. Solo basta leer las entradas de Pablo Simón, Kiko Llaneras, Jorge Galindo, del blog Politikon (acaban de publicar un libro sobre la crisis de nuestro país, La urna rota) , o los artículos del sociólogo Ignacio Urquizu, y otros más, para ver que, a lo mejor, el debate político español desde la izquierda está cambiando de perspectiva y sobre todo de protagonistas. No es extraño por eso que resulten tan difíciles de conciliar los análisis de profesores de ciencia política o de historia como Antonio Elorza, José Álvarez Junco y otros —vieja escuela, pensamiento clásico, parámetros culturales conocidos— con los de Monedero o Iglesias. En el otro lado de la mesa, el PSOE ofrece continuidad: los abogados y economistas predominan. Su secretario general, Pedro Sánchez, es economista de formación aunque dedicado a tareas institucionales y políticas desde que tenía 26 años; Susana Díaz, la secretaria andaluza y presidenta de la Junta, es licenciada en derecho aunque está dedicada a la política profesional desde que tenía 23 años.
Las viejas generaciones de pensadores de la izquierda española (pocos, pero algo hay) están dando paso aceleradamente a los nuevos y jóvenes componentes de la ciencia política, formados en este “sistema” y en la universidad democrática, por mucho que algunos quieran cambiar ambos de raíz. No sabemos si el artefacto del que hablaban Alfred Cobban y Perry Anderson será capaz de transformar este país ni en qué dirección. De momento lo están cimbreando.

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