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José Luis López Bulla «El sida es un acto de justicia»
José Luis López Bulla
«El sida es un acto de justicia», afirmó hace tiempo con parsimonia el arzobispo de Bruselas-Malinas, André-Joseph Leonard. No se trata de ningún lapsus al estilo de los acostumbrados por esa Cospedal, aunque habrá que ir pensando si esta mujer no aprovecha su lapsumanía para soltar en público todo aquello que realmente piensa. - 


El alto funcionario de la Iglesia, el cura Leonard, ha trasladado al  viejo iracundo del Antiguo Testamento el reparto de la justicia, disfrazada de inmisericorde castigo, para la remisión de los pecados.  El tal cura se pasa por el forro de la sotana el Nuevo Testamento: las oportunidades que brinda Cristo se archivan sine die y, en su lugar, aparece el sida como castigo –y no remisión--  de ese tétrico concepto del pecado que idearon los antiguos jerarcas de Roma y sus franquicias.


Grosso modo, ¿qué está pasando en la iglesia católica, apostólica y romana? Digámoslo sin requilorios: una sórdida, gigantesca y visible lucha por el poder espiritual o –si se quiere en palabras más terrenales—por la hegemonía del pensamiento, los usos y las costumbres. De un lado, Francisco y los renovadores; de otro lado, el acelerado proceso de laicidad de las sociedades contemporáneas de Occidente.  Ambos elementos, con sus propias singularidades,  deterioran –en opinión de Leotard, Rouco y la cohorte de ultramontanos— el poder, ya notablemente mermado, de la cofradía global de la iglesia. Lo que viene a sumarse a la competencia de la mercadotecnia de confesiones religiosas aguerridas como, cada una por su lado, las diferentes confesiones del Islam y las llamadas protestantes. Leotard ha echado cuentas y observa que el relativismo donde hace mella es en su territorio moral. Así es que lo más adecuado es volver a las drásticas certezas de su tiempo en el escenario, al paradigma de Pio XII. Hay que ir mucho más allá de lo que no dijo Karol Woityla y, definitivamente, sellar en el sarcófago a Juan XXIII y Pablo VI: el primero un santurrón, el segundo un cagadudas. Y a este Francisco que, en el fondo, es un intruso sudaca en la Urbe.


La batalla se libra en el terreno de la antropología teológica, que está bajo sospecha desde que Teilhard de Chardin  y el cardenal Gian Carlo Martini se pasaron de rosca en demasía según las falanges católicas, apostólicas y romanas. Hablando en plata: se trata del poder, de la dominación, en el caso de Leotard y los suyos frente al prudente sesgo renovador de Francisco. Con todo, vale la pena decir que tan singular e  importante pugna se caracteriza porque las espadas siguen en alto y la balanza sigue sin inclinarse claramente a uno u otro lado. El poder real de los altos funcionarios del clero sigue incólume infestando de antipatía las relaciones entre economía y política; contagiando de putrefacción la relación entre política y sociedad. Mientras que a Francisco sólo le queda la formalidad de las encíclicas que no acaban de hacerse carne. 




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