Una voz responsable y poco amiga de chismes me pone un ejemplo que ha vivido personalmente. Mientras me lo explica la voz le tiembla ligeramente porque está conteniendo a duras penas su indignación.
En el comedor de la escuela un chavea de diez años se dirige a la camarera y con voz pausada le exige: «Quítame ese moco del tenedor». La veterana camarera mira y remira el tenedor; no hay tal moco; el resto de los chiquillos de la misma mesa tampoco ven moco alguno. Ni siquiera un átomo de moco.
El arrapiezo insiste, ya con los ojos extraviados, en que hay un moco. Y sigue exigiendo a la camarera. Esta, al final, le espeta que si hay un moco que lo quite él mismo. Es entonces cuando se produce una salida de tono asaz estrambótica y extrañamente autoritaria del mocoso: «Tú quitas ese moco, porque paeso te pago». La camarera veterana se pone roja como una amapola. Y muerta de miedo –me dice mi informante—coge una servilletilla de papel y le quita un moco inexistente a un tenedor. El demediado chavea toma el tenedor y, ufano, saborea su triunfo.
Repito, esta es una historia verídica, tan real como irreal era el moco. En todo caso, empiezo a cavilar y soy incapaz de enhebrar una explicación al autoritarismo de ese sujetillo de diez años ni por supuesto, a los orígenes de dicha actitud. Sólo se me ocurre una explicación tan irrelevante como esta: una de tantas patologías sociales. Con todo, me avergüenzo de no poder sacarle más punta al lápiz. Lo único que se me viene a las mientes es que ese mocoso no llegue a concejal o alcalde. Que ni siquiera pueda ser jefe de escalera. A menos que se ponga de rodillas ante la veterana camarera y ante todos los que estuvieron ese día en el comedor le pida mil perdones. Esta es una condición necesaria y, tal vez, no suficiente.