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José Luis López Bulla Sonatina de verano
José Luis López Bulla


Homenaje a la histórica taberna La Gloria


Me río yo de quienes afirman que estas calores de hogaño son lo nunca visto. Son pijos tapioca los que hablan así. O, como se diría en estos tiempos, unos adanistas que creen que con ellos han empezado las calores. A  veces, sólo a veces, pijos y adanistas ponen al Sol por testigo de su fe y creencia. Digámoslo alto: antes, antes sí habían calores; una prueba de ello es que ya nadie usa la expresión «Sol de justicia» como idiolecto clarificador.


Cuando el Sol apretó más que nunca fue a mediados de los años cuarenta del famoso siglo veinte: un siglo corto según dijo un amigo inglés que conocía el paño. El Sol, a quien llamábamos cariñosamente el Rubio en la Vega de Granada, achicharraba la piel hasta dejarla hecha una papa cocía. Incluso temperaturas de 48 grados eran consideradas, no diré confortables, pero sí livianas. La cosa empezaba a ponerse medio seria cuando entrabas en los 57 grados. Como aquel día en la Ciudad de los Cuatro Arcos, que baña el Genil famoso. Era julio del año del Señor de 1948 aeso de las cuatro de la tarde, hora de la Vega de Granada.


Me dijeron en casa que procurara que el hielo estuviera en casa antes de la puesta del Rubio. Así es que, ni corto ni perezoso, desafiando los 60 grados salí a la calle rumbo a la taberna de La Gloria a  comprar una barra de hielo. Pongo rumbo en la calle de Las flores, y para recorrer sin agobios el trayecto repaso lo que enseña el teorema de Pitágoras que por la mañana nos había enseñado don José Viera, maestro nacional cuya fama llegó hasta Benamejí. Al cruzar la calle Real, a la altura del Arco de Granada –para el beaterío era el Arco de la Virgen del Rosario--  alguien me hace shissssssss!. Y con acento de Maracena me llama: «Niño, niño, ande vas a estas horas?». No veo a nadie y sigo con el teorema de la suma de los cuadrados… Insiste la voz: «Joío por saco, que estoy aquí, en el cartelillo del cine».


Me quedo frito. En el cartel que anunciaba la película Gildaestaba Rita Hayworth para la noche en el gran Coliseo Fernando e Isabel, que nosotros llamábamos familiarmente el Cine Benítez. Me quedo alelado, me olvido de Pitágoras y exclamo rotundamente: «Aivá». Rita me dice me meta en el cartel, que está hartica de no hablar con nadie; que allí no da el Sol, y todas esas cosas. Por lo que se ve, Rita sabía la maña de los niños santaferinos en meternos en los carteles del cine. A un servidor se lo enseñó Juan de Dios Calero porque era mi padrino de bautismo. O sea, que me sacó de pila.


Pego un blinco. Me meto en el cartel. Y la Hayworth, con acento de Maracena, me dice que dónde estamos, que con sus ajetreos no sabe en qué pueblo se encuentra. Le aclaro que estamos en la Cunade la Hispanidad, que si no es por nosotros no existiría América, ni Jolivú ni Errol Flynt. Que si quiere que le enseñe el teorema de Pitágoras o la regla de tres compuesta. O lo que haga falta. Que el señor cura ha dicho en el púlpito que Gilda es una película pecaminosa, gravemente peligrosa… Que se me da una entrada para ir al cine. Y todas esas cosas. Le pregunto si conoce a Gary Cooper. Rita me interrumpe, siempre con acento de Marecena: «Ese es un cachocabrón de cuidado, ha denunciado a toda la profesión y hay una jartá de amistades que está en la cárcel». Y me cuenta que en Sólo ante el peligro, Gary Cooper hizo trampa: tenía comprados a todos los malos. Y que era amigo de aquel cura de Roma, Pío Doce, que lo llevó por mal camino. Rita me pidió, con acento de Maracena: «Explícalo por ahí, niño, pa que la gente lo sepa». «Eso lo explico yo en La Gloria un día de éstos». Y caigo en la cuenta de que tengo que ir a comprar el hielo.


Miro a Gilda y le digo: «Tengo que irme a hacer un mandao; no se vaya usté, que vuelvo cuando pueda». Me bajo del cartel, me pongo a silbar el Sitio de Zaragoza y me dirijo a La Gloria.


Colofón.--  Por la fresca –o sea, 50 grados--  voy al Arco a ver a Rita. Ya no está el cartel: unos niños bitongos de Adoración Nocturna han descolgado el pasquín. Con cara de pocos amigos me dirijo a esos niñatos: «¿Ande está Rita Jaivo?». Me responden que no saben nada de esa señora, que lo único que han visto es a una rubia que tomaba el tranvía de Granada, el de las seis y media.  Entonces, por lo bajini me cagué en todos los muertos de esos bitongos.



  

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