Alguien exclama en El Rey Lear una frase que se tiene por jocosa pero que, a mi criterio, bien podría ser un aviso fuerte para determinados menesteres: «Si tuviéramos el cerebro en los talones, ¿no podrían salirnos sabañones? Más adelante retomaremos este verso a propósito de las novedades del teatro político contemporáneo.
Primer tranquillo
Partimos de esa premisa: la percepción del cambio –para no exagerar lo dejaremos escrito en minúscula—ya no es una intuición, ni un dato demoscópico, nos señala atinadamente Jordi Gracia en El País de hoy. Digamos que la incontenida perplejidad de políticos, analistas y tertulianos de garrafón, ante las vestimentas y pelambreras que lucieron no pocos diputados en la primera sesión del Congreso, se produjo porque en ese momento se dieron cuenta de la fisicidad del cambio. El debate posterior se disfrazó, sin embargo, de la ruptura de las reglas de urbanidad parlamentaria precisamente para esconder el estupor de que estaban ante una expresión del cambio que se había producido. Que esta expresión fuera anecdóticamente menor no ha impedido que los gentlemans percibieran que algo empezaba a oler de otra manera en Dinamarca. La alusión de la Villalobos sobre los piojos es algo más que una metáfora: es la constatación de que algo –y no irrelevante-- había surgido en España.
El cambio, con minúsculas todavía, es la expresión de un movimiento tectónico; el cambio con mayúsculas se irá produciendo in progress, si es que se produce, cuando, y sólo cuando, se vaya traduciendo en realizaciones concretas, en reformas de calado social e institucional. Es decir, cuando exista congruencia entre ese cambio difuso, todavía invertebrado, y su representación política como condición necesaria. Y siguiendo a Bruno Trentin cuando la sociedad sea, igualmente, coprotagonista –y no figurante-- de las transformaciones que se necesitan.
Segundo tranquillo
En todo caso, vale la pena añadir que tendencialmente –repito, tendencialmente-- es cambio es una difusa contestación a los dos partidos que se han turnado en el gobierno de España, una visible impugnación a sus códigos y prácticas políticas y culturales. Del Partido Popular no hablaremos, ¡doctores y becarios tiene esa cofradía! Nos referiremos, amistosamente, al PSOE, porque a pesar de los pesares no está escrito en parte alguna que sea definitivamente irreformable. Que nuestra crítica sea amistosa no le lleva a una inútil condescendencia.
Muchos analistas, desde dentro y fuera de este partido, han hablado de los grandes problemas del socialismo español. En mi opinión hay una que nadie ha mencionado: el PSOE, desde hace tiempo, parece haberse instalado en una fase de resignación histórica. Ante las grandes transformaciones del trabajo, la sociedad y la economía se ha quedado en «su lugar, descansen». Tan sólo ocasionalmente ha procedido a dar una insuficiente mano de pintura a unas estructuras que envejecen a machas forzadas ante la velocidad y amplitud de las gigantescas transformaciones que están en curso. O, por decirlo con las luminosas palabras de Manuel VázquezMontalbán, relativas a la ausencia de sentido, del sentido de intervenir y transformar las cosas: «Declarar la inutilidad de la finalidad significa la instalación en el presente, en las cosas tal como vienen, y llegar a creer que son tal como están» (1). O sea, ver el trabajo, la sociedad y la economía actuales como definitivamente dadas. Y dicho con mayor rotundidad, el actual y primer gran problema del socialismo español sería –lo digo en condicional-- su incapacidad (no me atrevo a decir renuncia) de desvelar las claves del nuevo y convulso desorden. De manera que la contumacia de tener el cerebro en los talones le ha llevado a que le surjan sabañones. Los sabañones del cambio.
Tercer tranquillo
Así las cosas, el cambio difuso (repetimos, todavía invertebrado) es también una consecuencia, no la única, de la instalación del PSOE en esa mustia «resignación» que hemos comentado. En la resignación del ir tirando. Que es la madre de abandonar un imaginario posible con cara y ojos.
Las nuevas expresiones políticas emergentes –no sólo Podemos, sino también las periféricas— han sabido captar, a veces atropelladamente y casi tartamudeando, dos cosas: la crisis de certezas de la vieja izquierda y la resignación del PSOE. Que eso ha venido acompañado con determinada altanería es cosa natural. Pero eso es algo natural: hasta mi sindicato, Comisiones Obreras, en sus primeros tiempos fue, incluso, más adanista y altanero. Hasta nos autocertificamos como el ombligo del sindicalismo europeo.
Cuarto tranquillo
No somos admiradores de Pedro Sánchez. Pero si hacemos esta conjetura: con este caballero puede haber una hipótesis de cambiar de cuaderno de bitácora del PSOE, pero con las maniobras visigóticas de los viejos galápagos tengo la certeza de que dicho partido seguirá acumulando arrobas de resignación. El quid de la cuestión está en ver si los partidos emergentes están interesados en que se cumpla la certeza, vale decir, el retorno de los viejos galápagos (quiero decir, el retorno de las hechuras de los viejos galápagos) o la hipótesis de compartir con Sánchez las búsqueda de unos necesarios futuros imperfectos. Porque, a decir verdad, también los emergentes pueden verse aquejados de tener sabañones en los talones.
(1)Manuel Vázquez Montalbán en Panfleto desde el planeta de los simios (Crítica, 1995)