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José Luis López Bulla Aquella misteriosa Semana Santa
José Luis López Bulla



Cuando un servidor era un niño chico y llegaba la Semana Santa la cabeza se me llenaba de cavilaciones más que justificadas. Vamos a ver –me decía--  ¿cómo es posible que hace unos meses nació Jesús en el portal de Belén y, sin haber pasado cinco meses, va y se muere con treinta y tres años? ¿Y por qué nace cada año y se muere cada año? De lo primero, la Navidad, no había que preocuparse demasiado, pues al fin y al cabo siempre caía algo el día de Reyes; lo segundo si me llevaba algunos dolores de cabeza porque en aquella Santa Fe, capital de la Vega de Granada, se paraba todo menos las tabernas, y la radio sólo emitía saetas y música religiosa; de manera que tal recogimiento forzoso y forzado daba para no pocos calentamientos de cabeza.


Yo no me atrevía a pedir explicaciones. No a mi padre progenitor, Pepe López, porque siempre estaba echando votos, por lo que era poco de fiar. A mi madre adoptiva, mi tía Pilar, hermana de Pepe, menos todavía porque era beata y de misa diaria. Quedaba, pues, mi tío Ferino Isla, afamado maestro confitero, hombre sobrio, justo y sabio. Me puse en sus manos y le planteé mis inquietudes. Dio un respingo, se tomó su tiempo liándose un caldogallina, carraspeó y, casi tartamudeando, me respondió: «Cosas de los curas». Con lo que todavía me complicó mucho más el problema.


Así es que ni corto ni perezoso me hice el encontradizo con mi tío--abuelo materno don Gaspar Quevedo, cura de la parroquia del Campo del Convento: «Vamos a ver, tito, por qué cada año matáis al Señor de la Salud cuando llega Semana Santa». El pobre viejo se quedó de piedra. Me dio un pescozón y rugió: «Eso es cosa del ateo y blasfemo de tu padre; se va enterar Pepe López cuando me lo eche en cara». Y volví a quedar sin explicación. Peor todavía, porque tampoco sabía qué era eso de ser un ateo; lo de blasfemo sí lo sabía: era echar votos.  


Y, por así decir, seguí mi investigación. Alguien me dijo que aquello era un misterio. «Un misterio, ya sabes». Y yo me figuré que se trataba de algo de las películas de misterio, que echaban de vez en cuando en el Cine de Benítez, cuyo nombre oficial era Coliseo de Fernando e Ysabel.  Aclarado el asunto me pregunté que si tan fácil era la explicación, ¿por qué no me lo habían explicado los míos? De todas formas aquello tenía su intríngulis porque tampoco nadie me aclaró por qué los guardias municipales de Belén no impidieron que mataran a Jesucristo cada año. ¿Es que no estaban avisados?


Con el paso del tiempo entendí que todo deja sus huellas. Le tomé inquina a los curas, porque mi tío Gaspar era incapaz de creer que yo pensaba con mi propia cabeza a mis ocho años. Y con los guardias municipales de Belén porque no estaban al tanto. Así es que me dije que el Pae Etenno no contara más conmigo. Cosa que quedó para mis adentro, porque no había que darle cuatro cuartos al pregonero.




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