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José Luis López Bulla ¿SON TAN GARRULOS NUESTROS CHAVALES?
José Luis López Bulla

Cada vez que el Informe Pisa sale a la palestra nos quedamos de cartón piedra. Sus datos ponen al descubierto, descarnadamente, que algo muy gordo está pasando. Como es natural, una vez pasado el susto, todo el mundo vuelve a sus rutinas siguiendo el socorrido lema de Dios aprieta pero no ahora; o, tal vez, el no menos castizo de no hay mal que cien años dure. Mientras tanto, sigue el temporal y las cosas, rutinariamente, siguen su curso.


Muchos son los analistas que reflexionan; pero, o no dan con la tecla o nadie hace el menor caso a las propuestas de aquellos. No seré yo quien aporte nada de particular. Sin embargo, me permitiré –con desprejuiciada audacia, hija de la ignorancia— proponer una línea adicional de investigación por si alguien la considera de algún interés. Me refiero a …


… a los libros de texto. He dicho adicional, lo que presupone que ni es la única, ni sin duda la fundamental. Pero tiene su aquel.


De un tiempo a esta parte vengo leyendo algunos libros de texto, especialmente de Gramática y Matemáticas. Lo hago por curiosidad y porque quiero saber qué enseñan y cómo lo hacen. Descubrí con perplejidad el tipo de lenguaje que se utilizaba; quiero decir que se utiliza. No entro en el rigor académico de tales libros. Pero caigo en la cuenta de la abstrusidad de no pocas formulaciones. De la distancia (entiendo enorme) entre las definiciones y los conocimientos de la chavalada en puertas de la edad del pavo. Se les habla como si estuvieran a punto de entrar en los estudios superiores. Quien me diga que estoy planteando que los libros de texto sean banales queda retado a duelo –con florete o pistolón— en el descampado donde la ciudad de Parapanda pierde su nombre.


Que no estoy planteando una sintaxis ligera queda demostrado por el hecho de que mis libros de texto bachilleriles estaban firmados por don Julio Rey Pastor y don Pedro Puig Adam (Matemáticas) y por don Dámaso Alonso en Gramática. El reypastor era duro de pelar, hasta tal punto que, en cierta ocasión, intenté escribirle a don Julio (que estaba en Buenos Aires) diciéndole: “No nos haga usted estas cosas; explíquese como don Matías López”. Don Matías, catedrático granadino, parecía que te daba teta. Sin embargo, don Julio –lenguaje claro y asequible— nos exigía el honor de pensar.


Por otra parte, tengo la sospecha –y como tal debe tomarse— de que los libros de texto actuales tienen una cierta componente de ajuste de cuentas entre las diversas cofradías académicas en curso. Lo cual no es ni bueno ni malo, a condición de que el mensaje sea claro y a la altura de los niveles de comprensión de la chavalada. Por lo demás, reviento si no pregunto: ¿sabe alguien por qué se enterró el libro canónico sobre ortografía del maestro Miranda Podadera? Posiblemente porque Ernestina, un personaje de la ópera de Rossini
L'equivoco stravagante, ha contagiado hasta las cachas a media humanidad académica: a los que redactan no pocos libros de texto. A golpe de idolatría de la moda.


Pues bien, sea como fuere, creo que es del todo inapropiado definir lo que está pasando como fracaso escolar, porque le endosa únicamente a la chavalada la responsabilidad de otros. Los libros de texto, como queda dicho, no tienen toda la culpa. Pero una miaja, claro que sí.
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