Querido Paco, nos dice Trentin que: Marx habló –a propósito de estas trasformaciones estructurales de la condición de trabajo (y no de los aumentos salariales)-- de una “economía política de la fuerza de trabajo”. Fue algo que no concitó en el mismo Marx unas reflexiones complementarias, preocupado por otras relevantes cuestiones. Por un lado, debió considerar que antes era prioritaria otra cosa; y, concienzudo como era a la hora de coger la pluma, no tuvo tiempo de abordar la cuestión. Por otro lado, el Barbudo tenía que escribir artículos ´alimenticios´ para mantener a su parentela y no depender económicamente tanto de Engels. Pero el caso es que la “economía política de la fuerza de trabajo” se quedó in albis. Y eso que nos perdimos, Paco.
A un servidor no le costa que alguien se sintiera concernido por la “economía política de la fuerza de trabajo”. ¿Tú sabes algo al respecto, tienes conocimiento, aunque sea de oídas, de que algún patricio, viejo o nuevo, de la izquierda le haya metido mano al tema? Esta es una pregunta que debería despejar nuestro Ramón Alós cuando acabe los ajetreos de los exámenes. En todo caso, nos vendría bien en Parapanda alguna información al respecto por si hace al caso organizar algunos seminarios sobre el particular. Mientras tanto –y sólo a estos efectos— sólo nos queda seguir el consejo cervantino de “paciencia y barajar”.
Por último, ahí va el íncipit de un artículo de Daniel Molina Jiménez en Nueva tribuna: “Hace unas pocas semanas, se publicaba en algunos periódicos nacionales, cómo, durante la feria del libro, numerosas personas de todas las edades acudían a comprar El manifiesto Comunista de Karl Marx”: Sobre el prestigio Marx
Tuyo, en el calor despiadado, JL
Habla Paco Rodríguez de Lecea
Querido José Luis.
Para mí es una absoluta sorpresa esa “economía política de la fuerza de trabajo”, que Marx se habría propuesto escribir para reflexionar sobre las ‘transformaciones estructurales de la condición de trabajo’, y al margen de las cuestiones clásicas del valor, el salario, el excedente, la plusvalía, etc. No sé muy bien qué pudo tener en la cabeza el Barbudo, aunque quizá se trataba simplemente de dar un desarrollo más extenso y orgánico a ideas que ya están expresadas en distintos textos suyos. A ver qué dice Ramón Alós.
En cualquier caso, tal y como explica Trentin, el Marx maduro se vio obligado a desplazar su atención hacia otro problema mucho más determinante: las transformaciones en curso en el seno del Estado, ese enorme aparato de poder. Los cambios en su concepción misma, su protagonismo ubicuo y su intervencionismo en la economía. Y si Marx aún protesta contra el ‘estatalismo’ de Lassalle y otros, después de su muerte los herederos de su legado apartan decididamente la vista de la condición de fábrica como elemento corpuscular de la sociedad civil, y la vuelven con una fijeza fascinada hacia la ascensión irresistible del Estado a la condición de fautor y promotor máximo de la actividad económica.
Después de la gran guerra, cuando tanto en el mundo capitalista como en el socialista aparece la planificación indicativa o compulsiva de la economía y los Estados dictan leyes sociales y económicas que conforman y reforman todo el aparato productivo, y aprontan medios financieros antes impensables para el desarrollo de las infraestructuras, y estimulan, o prohíben, dirigen en una palabra todo el conjunto de la actividad económica, el pensamiento de las izquierdas se orienta de forma unánime en esa dirección. El Estado pasa a ser el lugar exclusivo de la política, el lugar privilegiado de mediación y solución del conflicto social, la única institución capaz de transformar la sociedad civil. Las izquierdas configuran sus partidos como instrumentos idóneos bien para el asalto directo al Leviatán, o bien para su control parlamentario. La urgencia y la magnitud de la tarea deja en la cuneta de la historia la ‘pequeña’ cuestión de los derechos de la persona dentro de la empresa. Los conflictos salariales encajan bien en una estrategia dirigida a forzar la mano a los gobiernos del capital, y por eso son jaleados y utilizados; pero no esos otros conflictos que, dirigidos a poner en cuestión el statu quo en el interior de las fábricas, ‘entorpecen’ la idea grandiosa del desarrollo económico. Y en las ocasiones bastante puntuales en que aparecen conflictos de ese tipo, son ninguneados o criticados con severidad incluso por las instituciones que se reclaman de la clase obrera.
Lo triste y paradójico de la situación nueva en la que nos encontramos ahora es que precisamente los Estados todopoderosos están rindiendo su soberanía ante las exigencias de una economía disparada hacia parámetros que desbordan todos los marcos nacionales e internacionales. El Estado teorizado por las izquierdas como la solución para acometer a través de él las reformas pertinentes de la economía y de la sociedad civil, ha perdido todo su fuelle. Lo que aparece ahora son gobiernos tecnocráticos de perfil bajo y presupuestos más bajos aún, volcados en la obsesión de reducir el déficit para calmar la codicia impaciente de los mercados. Unos gobiernos desdibujados que dimiten llanamente de sus responsabilidades ante la soberanía popular y no se consideran obligados a rendir cuentas ante nadie que no sea el Banco Mundial, el FMI o las agencias de calificación. Y de esa forma multiplican y ahondan el agravio de la división taylorista entre quienes piensan y quienes ejecutan: se erigen arbitrariamente en élite monopolizadora de todas las decisiones, y no tienen empacho en marginar al pueblo soberano de toda posibilidad de intervención y de participación en temas que afectan directamente a su soberanía.
De modo que las izquierdas plurales nos encontramos ante una tarea bastante más ingente que la que formulábamos al principio de nuestras conversaciones. La democracia ya no sólo está ausente del interior de las empresas; tampoco la encontramos en la forma de actuar de las instituciones políticas del país. Un sanedrín global de ‘sabios’ nos gobierna, nos exprime y nos explota. Por nuestro bien, claro.
Una observación marginal, para terminar. Desde un punto de vista tanto estético como ético, me gusta más Carlos Vallejo despeinado. Un abrazo,