La historia de los Premios Nobel de la Paz es bastante chapucera. Su nota más característica ha sido la componenda más estrafalaria donde cabían los retales más diversos y los cantinfleos más clamorosos. En esta ocasión, la academia se ha superado a sí misma otorgando el galardón a la Unión Europea, precisamente cuando su popularidad está por los suelos y las consecuencias de sus políticas están haciendo estragos en la condición personal de millones de familias. Decididamente: es para llevarse las manos a la cabeza.
Millones de personas en las calles y plazas de centenares de ciudades protestando enérgicamente. En el reverso de la moneda ese sanedrín (incumpliendo nuevamente las cláusulas testamentarias de Alfredo Nobel) decide que el premio ha de ir precisamente a quienes provocan miseria y empobrecimiento generalizados, que es como decir lo contrario de la paz. Es la nueva expresión de las “dos ciudades”: la que está encima, opulenta y organizadora de la pobreza y la de abajo que la sufre; la Torre del Homenaje echando aceite hirviendo contra los siervos de la gleba. Repito, lo radicalmente contrario a la paz.
Por otra parte, el mencionado premio se otorga a la Unión Europea cuando ésta aparece como algo gelatinoso y es incapaz –y tal vez no quiera-- de trazar unos mínimos de elementos políticos capaces de evitar su centrifugación. Más todavía, en convertir Europa en una ilusión cartográfica.
En resumidas cuentas, el sanedrín hubiera podido hacer algo más provechoso. Por ejemplo, echar una partidita de julepe, cosa que nadie se lo hubiera tenido en cuenta. Al menos hubieran dado una prueba de cultura. Aunque es cosa sabida –desde que nos lo enunció aquel inteligente bribón de Julio Camba— que la cultura no aminora la estupidez de nadie. Aquí la clavó aquel gran periodista.
