Gianni Ferrio, el señor de la música italiana, ha muerto en el país donde se decía que florece el limonero. Nada menos que el autor de dos piezas inolvidables: La piccolissima serenatay Parole, parole. La primera nos llegó a Santa Fé, capital de la Vegade Granada, de la mano de Renato Carosone; la segunda vino, mucho más tarde, de la voz de Mina, la inmarcesible.
Mucho me costó convencer a Santiago El Pajarito, maestro barbero, y su irregular orquestilla –violín, bandurria y la percusión de la pandereta y del tenedor con la botella rugosa de aguardiente-- de que debía incorporarse la Piccolissimaen los conciertos de los sábados por la noche en la barbería santaferina. El maestro barbero era de la opinión que se trataba de «música menor», y que --por no estar a la altura del vals de las Olas ni del tanguillo Angelitas, del maestro Barrios— para el cuarteto de cuerdas y percusión era un desprestigio esa coplilla. Me dijo que él no tocaría el violín ni en su barbería se interpretarían tales quisicosas. Visto lo visto y oído lo que había oído no tuve más remedio que, a mis quince años, pasar a la acción que llamé pomposamente el «plan murmullo».
Propalé por el pueblo que El Pajarito ya no era el Sarasate de Santa Fe: los años no perdonan, afirmaba bombásticamente; que, sobre todo, hacía trasquilones en el pelo y que a nadie se le ocurriera ponerse en sus manos para afeitarse… Era mi chusquera y juvenil idea de cómo debía comportarse doña Correlación de Fuerzas. En menos que canta un gallo fui llamado a capítulo: El Pajarito transigía siempre y cuando figurara como pieza telonera. Y, así pues, «pacta sunt servanda»…
… y llego el sábado: estreno “universal” de la Piccolissima serenata en la barbería. Santiago, al violín; Pepelópezfuentes a la bandurria; Carancha a la pandereta; y un servidor con el tenedor y la botella rugosa de aguardiente (vacía, naturalmente). Santiago volvió a ser el Sarasate de Santa Fe, Pepelópezfuentes desafinó en un par de compases, Carancha estuvo aseado y un servidor no tuvo su día. Pero nada de tales fallos fueron percibidos por el respetable. Es más, fuimos tan ovacionados que las palmas echaban humo.
Días más tarde llegó a la barbería un telegrama. Lo firmaban el maestro Ferrio y Renato Carosone. Santiago lo enmarcó y, encima, hizo correr que la idea de tocar la pieza --«que estaba a la altura del Sitio de Zaragoza», afirmó con desparpajo-- era suya y sólo suya. Y caí, años más tarde, que cuando se hace un pacto hay que estar en todos los detalles.