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José Luis López Bulla LA INSURRECCIÓN DE MILÁN (A propósito de L´Unità)
José Luis López Bulla


Escribe Pietro Ingrao


Tuve el primer encuentro directo con L´Unità la tarde del 26 de julio de 1943 en Milán. La noche anterior, en Roma, el rey cesó a Mussolini. Yo vivía clandestinamente y me hospedaba en una casa de Corso de Porta Nuova junto a dos compañeros obreros sicilianos, los hermanos Impiduglia que me daban hospedaje y me defendían de la policía, y una adorable muchacha lombarda, Santina, estaba unida al mayor de los dos hermanos que me ayudó y protegió durante mi estancia secreta en Milán con una gracia y un coraje natural.


La noche del 25 de julio era de un calor sofocante. Todos teníamos mucho sueño, cuando de improviso e inesperadamente entró Salvatore Di Benedetto, que era algo así como nuestro responsable de célula y casi un hermano. Salvatore empujó la puerta, se fue a la ventana  y gritó desaforadamente a la calle: «¡Muerte a Mussolini»!.


Saltamos de la cama sin entender nada. Después, llenos de furia, nos pusimos los pantalones y nos fuimos con Di Benedetto a la calle voceando: «¡Muerte al Duce, abajo el fascismo!». Acabamos en Porta Venezia donde una multitud enloquecida, y a sus anchas, vociferaba. Más tarde abrazamos a un exultante Elio Vittorini.  Y así fue durante toda la noche con un gentío exultante ante las sedes fascistas; la muchedumbre tiraba desde las ventanas de estas sedes cartas, sillas, armarios, banderas. Era una multitud encendida.  Todo se calmó cuando empezó a amanecer. El personal se fue a sus casas y a su trabajo.  Yo acabé con Vittorino y Di Benedetto en el local de la editorial Bompiani donde Elio trabajaba. Desde allí llamé por teléfono para que llevaran por la tarde una camioneta a Porta Venezia. 


A las dos estaba nuevamente en una enorme manifestación espontánea que desfiló ante San Vittore exigiendo la libertad de los presos políticos. Desde la cárcel el cortejo se dirigió otra vez a Porta Venezia y se detuvo ante la camioneta que había pedido desde la Bompiani.  Conseguí subir a la baca en la que nos disputábamos los micrófonos comunistas, socialistas, anarquistas, tronquistas y republicanos. Una vez conquistado el micro intenté esbozar un mitin, exigiendo la paz inmediata.  A la mañana siguiente el Corriere Della Sera escribió que en Piazza del Duomo habló «el obrero Pietro Ingrao». Con esta información errónea mi familia que, desde hacía meses, no sabía nada de mí, supo dónde me encontraba. 


El gentío lanzaba gritos de júbilo. Yo estaba con Salvatore en la casa de Vittorini que seguía en Corso Venezia. La tarde de este finales de julio era extrañamente tranquila con aquellas luces estivales que desaparecían a lo lejos, preparando las sombras de la noche. En la casa estaba Celeste Negarville, uno de los dirigentes del Partido comunista italiano que había conseguido entrar clandestinamente en Italia mientras se acercaba el hundimiento de Mussolini, a quien en nuestras bromas le llamábamos con el apodo de el Marqués de Negarville, dado lo extraño de su apellido y, sobre todo, por su gusto de la ironía y el éxito con las mujeres. Sin embargo, era un obrero y volvía a Italia tras un duro exilio. 


Me miró con una breve sonrisa haciendo un chiste divertido sobre mi «discurso» en Porta Venecia. Me dijo que teníamos que preparar en número de L´Unità sobre tan gran acontecimiento. Yo fui el encargado de hacer la crónica de la manifestación.  Después, cada cual en casa, nos pusimos a escribir. Yo me puse a relatar aquella manifestación: era la primera vez en mi vida que hablaba  ante una masa del pueblo de la que no sabía nada.


Todos estábamos en lo nuestro cuando la puerta de la habitación se abrió y aparecieron dos personas. Yo continué escribiendo. Pensé que sería gente de la casa, unos compañeros desconocidos. Uno de los dos, casi sorprendido de nuestra calma, dijo dos palabras que nos dejaron petrificados: «Somos carabineros». Nos preguntaron quiénes éramos y cómo nos llamábamos. Cuando llegó mi turno no sabía si decir mi nombre clandestino (Vittorio Infantino) o el verdadero. Pero antes interrogaron a Negarville: y dijo su extraño nombre. Y yo, entonces, dije el mío: Pietro Ingrao. Los carabineros arrestaron a Elio Vittorini por lo de la camioneta y a Salvatore Di Benedetto que les grito furiosamente quiénes eran. ¿Aquello era o no finalmente la libertad?


Optamos por ir a escribir aquel número de L´Unità a casa de Ernesto Treccani que nos parecía que era un desconocido de los policías que todavía no sabían qué estaba sucediendo. Me pareció que  Negarville estaba tranquilo, tal vez un poco indolente. Pero, apenas reiniciado nuestro trabajo de periodistas neófitos, cundió la alarma: la policía venía a casa de Treccani. Nos fuimos corriendo a la imprenta Moneta donde tendríamos la protección de los obreros frente a cualquier eventualidad. Negarville era tan sutil y sagaz cuanto lento en la escritura un poco prolija. O tal vez tenía que consultar con Roma.


Finalmente hicimos la editorial. Su título era largo, calibrado y redundante. Negarville rechazó nuestra petición que consistía en un titular más cálido y breve. Poco después un grupo de obreros gritando vivas nos trajo editado el periódico a dos caras que tenía un nombre famoso, tan simbólico en aquel momento. Verdaderamente, para mí fue un comienzo. Me mantuve en la redacción secreta de aquel periódico que no sabía si ya era legal o seguía siendo clandestino. Ahora no recuerdo bien si Gillo Pontecorvo estaba en la casa cuando irrumpieron los carabineros.


En la dirección de L´Unità de Milán estábamos tres: un servidor, Gillo y Henrriette, la novia de Gillo, que había venido de Francia: una joven de una belleza despampanante que quería estar junto a su enamorado y que parecía ignorar los riesgos terribles que corrían.


Componíamos los textos de aquel breve periódico en tipografías clandestinas de los alrededores de Milán, y de allí las llevábamos a la ciudad para su compaginación en la ciudad: de esta manera fuimos una empresa fluctuante, «new labour» antes de tiempo. La bicicleta fue esencial para aquella secreta combinación de trabajos. Teníamos una sola, pero con una amplia y sólida plataforma detrás del sillín. Su portaequipajes fue para nosotros una especie de zurrón de guerra.

A nosotros tres, periodistas clandestinos, nos gustaba mucho las formas de aquel periódico clandestino. A Gillo Pontecorvo mucho más que a mí. Pero le pedimos a Albe Steiner, un cabeza muy fina, que rediseñara la cabecera de L´Unità, que era la misma desde los tiempos de Gramsci y ya nos parecía fea y enorme.


Steiner creó una nueva, fuerte y seca, siguiendo su modelo racionalizador de la época. Nos pareció bellísima. Sin embargo, nos vino de Roma un duro reproche: ¿cómo osábamos cambiar la gloriosa cabecera de Gramsci, aquel nombre fabuloso que nosotros –unos reclutas acerbos— sólo entonces empezábamos a conocer? No obstante, nosotros nos mantuvimos con  la cabecera de Steiner.




Traducción de Tito Ferino

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