El Gobierno asesina a Montesquieu
Al igual que la mugre, que tiene una tendencia natural a extenderse, la lógica del gobierno es igualmente expansiva. Lo primero es la invasión del Ejecutivo en los terrenos que constitucionalmente le son vedados y, a continuación, el empequeñecimiento del resto de los poderes. Y del empequeñecimiento se camina hacia la anulación. Pongamos que hablo de la contumacia que pone el Ejecutivo en invadir las funciones y prerrogativas del Poder Judicial. Lo vamos a demostrar con tres situaciones: en la reforma laboral, en la ley mordaza y en el intento del ministro de Justicia de cerrar la boca a los medios.
Primero.-- La ministra de Trabajo dijo en un acto en Bilbao, organizado por el Círculo de Empresarios: “tengo más miedo a los jueces que a los hombres de negro”. El Magistrado del Tribunal de Superior de Justicia de Cataluña don Miquel Ángel Falguera i Baró afirmó que «la responsable del poder ejecutivo en materia laboral pone en entredicho la interpretación de la Ley que hagamos los jueces, al parecer, porque vamos a actuar –según ella-- con criterios ideológicos» (1). Es decir, lo que la ministra no sabe esconder es su aprehensión a que el Poder judicial sea garante, frente a los poderes económicos, de lo que dictan las leyes, incluida la Constitución. Hayque laminar, pues, no pocas funciones de la Jurisdicción Social.Hablando en plata: barra libre al Gobierno. Solución: eliminar no pocas atribuciones de los jueces en la reforma laboral. Así las cosas, es innegable el golpe que se le da al Derecho del Trabajo, una disciplina molesta a pesar de su carácter hermafrodito.
Segunda.— Tres cuartos de lo mismo sucede con lo dispuesto en esa ley que no por casualidad se llama de «enjuiciamiento criminal» --la popularmente conocida como Ley Mordaza-- que traslada prerrogativas de los jueces a la discrecionalidad autoritaria de los responsables de Orden Público en una serie de terrenos de las libertades básicas. Así pues, Kelsen en la picota y Carl Schmitt en la cumbre. Ni siquiera se confía en el amedrantamiento de los jueces y, habida cuenta de que rechazan ser los correveidiles del Gobierno, el Ejecutivo echa mano de la garlopa y cercena algunos de los atributos del Poder Judicial. El Ejecutivo, mutatis mutandi, se va transformando en un sujeto oligárquico y hace del Estado su propio latifundio.
Tercera.— A ese sujeto oligárquico le falta otra parcela: los medios de comunicación. De ahí que el ministro de Justicia lanzara la piedra sobre las sanciones a la prensa –más bien, al conjunto de los medios-- con relación a determinadas informaciones. No se trata, a mi entender, de una improvisación sino de avanzar coherentemente en la lógica termidoriana del sujeto oligárquico. Sin embargo, en esta ocasión, el cántaro –fatigado de su calcorreo a la fuente-- se ha roto. Ahora bien, lo que se intenta una vez y no sale, tiene la tendencia a reaparecer más tarde disfrazado de lagarterana. O, lo que es lo mismo, las espadas siguen en alto.
No es que Montesquieu esté en entredicho. De lo que se trata es de su asesinato en toda la regla. Por lo tanto, hay que romper el espinazo de la separación de poderes a través de esa lógica imperial del Ejecutivo, ninguneando al legislativo y al judicial y finalmente cortándole las uñas. El resultado sería: una democracia demediada en la que el Gobierno iría trasladando su carácter de sujeto oligárquico al presidente del Ejecutivo como único capataz del cortijo. Este capataz, en esa tesitura, acabaría por exigir al común de los mortales que su palabra debe ser creída como si fuese una «palabra profética» como nos alerta Norberto Bobbio en su famoso Dialogo intorno alla Repubblica con Maurizio Viroli.
¿Cuál es el interés de esta «democracia demediada»? Lo diremos sin perifollos: la acumulación de derechos y poderes que se han ido acumulando a lo largo de los últimos treinta años son vistos por los poderes económicos como una potente interferencia a la nueva acumulación capitalista en este nuevo paradigma de la innovación—reestructuración global. Que debe hacerse, según ellos, sin controles de ningún tipo así en el centro de trabajo como en la plaza pública. Y yendo al meollo de la cuestión, hasta el Barón de Montesquieuaparece como un incordiante.

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