El Quijote de Andrés Trapiello
Cuando yo era más impertinente que ahora le ponía mala cara a una moderna puesta en escena de las óperas. Mi argumento se basaba en algo tan inconsistente como el de la alteración de la situación original. Hace ya muchos veranos fui a ver un Rigoletto en el Grec de Barcelona junto a Gloria Wilhelmi y Cristóbal Puche, eminente cartógrafo, ambos de granadina natio. Se trataba de una puesta en escena en tiempos modernos: la acción se desarrollaba en una discoteca y en una pizzería y, lógicamente, los vestidos eran los de estos tiempos. Cantaba el formidable barítono Renato Brusson y no recuerdo el resto de los cantantes. Mi estado de ánimo osciló de una primera incomodidad a un aplauso sincero por dicha puesta en escena. A partir de aquel hecho concreto –esto es, haberla presenciado en directo-- se me fueron mis tiquismiquis impostados.
Lo que viene a cuento por la edición que ha preparado Andrés Trapiello sobre el Quijote. Digamos que Trapiello ha puesto al día la gran obra cervantina. De un lado, mantiene los arcaísmos que son comprensibles hoy (por ejemplo ferido, en vez de herido) y, de otro lado, substituye aquellas palabras que, con el paso de los tiempos, han cambiado radicalmente de significación. Por ejemplo:
n ¿Qué milagro, milagro, sino industria, industria?
Que, en la nueva versión, industria queda substituida por: «¿Qué milagro, milagro? ¡Maña y astucia!». Este es uno de tantos ejemplos.
Como era de esperar ya hay quien se ha tirado a la yugular de Trapiello. Son los clérigos de la ortodoxia, del purismo. Aquellos que, a través de las notas a pie de página, monopolizan la intermediación entre Cervantes y el lector. Aquellos que necesitan aclararnos que aquella industriadebe ser entendida hoy como maña y astucia. Son aquellos que lloran por la pérdida de la industria de las notas a pie de página.
Tal vez el Quijote de Trapiello ayude a una mejor relación entre el lector español del Quijote cervantino, que es muy inferior –lo intuyo-- a la que establecen los lectores de La Divina Comedia, Hamlet y Fausto, en Italia, Reino Unido y Alemania, con estas obras. Digo tal vez como hipótesis. Porque se me escapa la tradicional falta de relación entre el Quijote cervantino y el público de habla castellana.
Cuando yo era más impertinente que ahora entendía que ese déficit de vínculo estaba organizado y propalado ya fuera por los interesados en una cultura de élite o bien por quienes siempre vieron en Cervantes un autor sospechoso de antipatía hacia los poderes. De ahí, pensaba un servidor, la exigua relación del Quijote con el público. Naturalmente, no había arrestos por los de arriba para denigrar el Quijote: hubiera quedado bastante feo. Por lo que se puso en marcha algo así como un histórico ninguneo. Lo que no impedía que se fabricara una economía –ahora sí, una industria-- cervantina. Conclusión, aunque el Quijote haya sido reeditado en innumerables ocasiones y esté presente en las estanterías de no pocos, el libro lo han leído cuatro y el cabo. No tengo datos al respecto, pero a lo largo de mi vida, habiendo conocido a tanta gente, puedo afirmar que se pueden contar con los dedos de una mano aquellos que me han reconocido haberlo leído.
No creo que el Quijote de Trapiello corrija esa situación. Pero, al menos la hace más atractiva, para los lectores potenciales; y, desde luego, corriendo la voz adecuadamente es posible que, con el tiempo y una caña, la obra cervantina vaya saliendo del armario.
Apostilla. Sirva este pequeño ejercicio de redacción como homenaje a don Francisco Lara, profesor de Literatura –también de granadina natío— que, a mediados de los años cincuenta, paseando por la Carrera de las Angustias, me decía: «¿Por dónde vas del Quijote, caballerete?».
Punto final, dispensen una impertinencia sobrevenida: ¿ha leído usted el Quijote?

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