Hablando de Federico García Lorca

Cuando aprobé la Reválidade sexto mi padre, Pepelópez, me regaló las Obras completas de Federico García Lorca, editadas en papel biblia por la editorial Aguilar. La cosa le costó doscientas cincuenta pesetas, que no era moco de pavo en aquellos entonces. Lo pagó, cómo se decía, en «cómodos plazos» de cinco duros al mes a un ditero que acudía puntualmente a cobrarlos. Mi tía Pilar, hermana de mi padre, que me hizo de madre adoptiva, no le sentó bien. La mujer, beata hasta los rulos del pelo, no tenía nada contra el poeta de Fuentevaqueros, pero arrastraba un descomunal miedo por lo que me pudiera pasar a mí simplemente por el hecho de leer a Federico. Pero como ella no llevaba los pantalones en casa se limitó a mandarme que «eso no saliera de casa». Cosa que acepté en clave de pacto, tal como me aconsejó su marido, el maestro confitero Ceferino Isla, el gran fautor de los piononos, el lengendario pastelillo de Santa Fe, capital de la Vega del Genil. El maestro fue mi padre adoptivo, porque mi padre genitor había quedado viudo de Pilica Bullasiendo un jovenzuelo. Naturalmente, cumplí el pacto. No porque yo tuviera noticias del viejo dicho de pacta sunt servanda, sino porque no tenía nada que ganar paseando el volumen por las calles santaferinas. Así es que me dije que era mejor no ir a pollas.
Yo sabía bien poca cosa del poeta. Tan sólo los versos del «lagarto está llorando, la lagarta está llorando» que figuraban en la antología de la lengua castellana que había elaborado don Guillermo Díaz Plaja, el primero que se atrevió a mencionar a nuestro poeta en un libro de texto, un atrevimiento que no fue bien visto por las autoridades franquistas, políticas o académicas. En todo caso, desde muy jovencillo supe que Federico había sido asesinado por la gente del Régimen. Así es que tanto la lectura de las obras completas como la leyenda del poeta significaban mucho para mí, que ya tenía quince años. Y entonces empecé a barruntar la necesidad de hacer un homenaje a nuestro hombre.
Me explico: aquel verano yo ayudaba a un conjunto musical, amigos míos santaferinos --Los italianos, se hacían llamar— para que dieran conciertos. Gracias a mis gestiones pudieron cantar en Radio Atarfe, la emisora de la parroquia, y en otros lugares. Y como se acercaban las fiestas del pueblo, que en aquella época se celebraban en San Miguel, a finales de setiembre, conseguí que fueran contratados por el ayuntamiento con una actuación en la plaza. El repertorio era el Tintarella di luna, Questa piccolissima serenata y otras similares con alguna concesión al gran público como La niña de Puerto Rico, ¿por quién suspira?, que siempre hizo furor en la Vega.
A mi me correspondía hacer de presentador del acto. Así es que subo al estrado, la plaza llena hasta rabiar. Poca gracia me hizo ver allí a mis mayores, desde luego. Ni corto ni perezoso --después del protocolario «un, dos, tres, ¿se oye, se oye?»-- le digo al respetable que, antes de la intervención de Los italianos, un conjunto de fama mundial, voy a recitar un poema de Federico García Lorca: el Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías. Era la primera vez que, desde la guerra, mil o dos mil personas juntas, oían ese nombre. La ovación fue enorme. Y a trompicones recito el largo poema. Otra ovación de gala. Acabo el trabajo, me bajo de la tribunilla y, cuando Los italianos empiezan a enseñar a Renato Carossone cómo hay que cantar, mi tía Pilar me agarra y me suelta la mayor hostia que he recibido en mi vida y me llama zahurdero, desgraciao y otras exageraciones. El maestro Ferino calla, mi padre genitor se rasca la cabeza. Percibo que los dos justifican la hostia como diciendo que eso pasa por romper el pacto.
Hablemos claro: yo no rompí el pacto, pues no saqué el libro de casa. Me atrevo a decir, con perdón, que hice una interpretación creativa del pacto, y nada más. Debo decir que nadie del cuartelillo se presentó en mi casa pidiendo explicaciones. En todo caso, Juan de Dios Calero, corresponsal en la Vegade La Pirenáica, escribió una crónica donde –como era de rigor en los cánones de la emisora-- aquello significó el no va más, y tal y cual. Sé que Calero escribió en su corresponsalía habló de «con un par de cojones». Ramón Mendezona y Teresa Pàmies, eximios locutores de aquella radio, no consideraron pertinente reproducir dicha frase. Radio España Independiente no decía expresiones malsonantes. Juan de Dios lo entendió.

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