El estreno de Gilda en aquella España de zotal, gomas y lavajes
No me perdono el descuido que he tenido estos últimos días. Achánquelo ustedes y disculpen esta desatención, posiblemente debida a los actuales chicoleos de la política macarrónica española. Me refiero a que he dejado pasar la ocasión de comentar que, precisamente, la semana pasada de hace setenta años se estrenó en los Estados Unidos (que en aquellos tiempos llamábamos América del Norte) la película Gilda. Nada menos que con Rita Hayworth y, entonces, un tal Glenn Ford. La película tardó en llegar a España dos años.
Corría el año de 1848 en Santa Fe, capital de la Vega de Granada, igual que en una parte del mundo entero. Pronto se supo que Benítez, el dueño del cine local, pomposamente llamado Coliseo Fernando e Ysabel, con y griega, aunque para nosotros era el Cine de Benítez, traía Gilda al pueblo. Los parroquianos de las tabernas locales (Chiquilín, La Gloria, el Mau Mau y otras de no menor nombradía) se frotaban las manos porque, se decía, Rita salía medio en cueros. Y nos habían llegado noticias de que en Málaga se había organizado tal follaero –unos a favor y otros en contra-- que el Gobernador civil, apoyado por la Mitra, había prohibido la película.
Fue tal la alarma que los curas locales –don Luis El Dormío,el cura Parejo y mi tio don Gaspar Quevedo— decidieron sermonearnos desde el púlpito contra la proyección y amenazar a Benítez muy severamente. Por supuesto, la calificación moral que pusieron fue 4, o sea, «gravemente peligrosa». Mi padre, el joven viudo Pepe López, conferenció con Benítez: «No se preocupe usted, don Vicente, la clerigalla le está haciendo publicidad gratuita». Es más, anticipándose a lo que más tarde se llamó política de alianzas, mi padre habló con don Gaspar: «Señor cura, parece mentira que usted, que ha cursado en Roma Altos estudios eclesiales y ha visto en sus museos tantas mujeres en pelotas nos quiera prohibir que veamos a Rita Hayworth en cueros vivos».
Fue una derrota total del curato, del beaterio y del beaterío. Ya saben ustedes que beaterio es la estructura dirigente y beaterío, con acento en la í, es el movimiento de los feligreses de base. Horas antes de la proyección, la fila de los que querían sacar la entrada llenaba la calle Jesús y María, seguía por la calle Real hasta el Arco de Granada. Todos nosotros, castrojas desde siglos pasados, teníamos más cutes que los malagueños: veríamos a Gilda como Dios la trajo al mundo.
El cine de Benítez era mucho cine. Cuando se iban apagando luces se descorrían las cortinas, que nos parecían de terciopelo. Un inciso: siempre he pensado que la crisis del cine empezó cuando desaparecieron esas cortinas.
Entonces apareció –digámoslo así-- una alianza entre los del patio de butacas y los del gallinero en forma de aplausos que parecía que las manos echaban humo. Finalmente, con orden y sin lamentar incidentes acabó la película. Y todos, cada uno en la taberna de su afiliación, nos felicitábamos de haber visto en Rita el nacimiento del pelo. Mi padre, vengativamente, hizo correr el rumor que don Gaspar había visto de incógnito la película en el cuartucho del proyector. Pero pronto se supo que era un ajuste de cuentas porque el cura se había opuesto a que Pepe López se casara con Pilica Bulla Quevedo.
Punto final: nueves meses más tarde –afirman los sociólogos de regadío-- se había incrementado el número de nacimientos en Santa Fe, casi todos los espectadores se habían acostado con Rita Hayworth. El resto acudió a una casa de gomas y lavajes del barrio de La Manigua a dos leguas de Santa Fe.

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