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José Luis López Bulla Lameculos, hijos de puta, traidores
José Luis López Bulla


Me maravilla el patio de vecinos de las llamadas redes sociales. Es, en muchas ocasiones, la exhibición barroca de los que tienen los esfínteres blandos, la mirada torva y los dientes ahelgados. Es, en parte, el monumento a la irascibilidad, y un homenaje a la verborragia  caballuna. O sea, es la leche. Propongo que el lema de las redes sociales sea este: «Si podemos despellejarnos  ¿para qué vamos a razonar?». O, tal vez, podría tener como leyenda el famoso «Lejos de nosotros la funesta manía de pensar» que lució en su frontispicio la Universidad de Cervera en tiempos de antañazo. Porque razonar es visto como una complicación; en cambio cagarse en los muertos del vecino simplifica las cosas.


Que un político dice una inconveniencia, la respuesta más socorrida es llamarle lameculos. En vez de llevarle la contraria, que frecuentemente merece, el comentarista le endiña un «lameculos» acompañado de unas cuantas interjecciones con la idea de amplificar el eructo. En el ránking de los improperios están también regüeldos tan socorridos como «hijo de punta» (también con las pertinentes interjecciones) o el legendario «traidor» (naturalmente, con sus solícitas acompañantes, las interjecciones).


Que no estamos en el siglo de los insultos es una gran verdad. La cosa viene de muy atrás. Lo que pasa es que en estos tiempos, si Fulano mienta los muertos de Mengano en las redes llamadas sociales se entera Zutano que vive en las antípodas. A todo esto, Zutano no comprende, por lo general, de qué va esa batalla de ranas.


Que no estamos en el único siglo de la bronca lo demuestran los golpes que se dieron entre ellos gentes tan académicas y lustrosamente cultas como Lorenzo Valla a Poggio, Quevedo a Góngora, Berlioz a Haendel. Y digo yo: ya que te pones como un basilisco, lo más vistoso es imitar lo que  Wittgenstein le hizo a Popper en presencia de Bertrand Rusell.


El gran Lorenzo Valla, a quien le debemos la demostración de que el Código de Constantino era tan falso como la falsa monea, causando una enorme conmoción en la Curia vaticana y sus islas adyacentes, llamó a Poggio «pinche de cocina y lavaplatos de mesón» y tantas lindezas que dejaron a su contrincante a la altura del betún. De Quevedo y Góngora sabemos que se dijeron de todo en tabernas y burdeles para mayor gloria de la república de las Letras. Berlioz, por su parte, no quiso ser menos en estos añejos rifirrafes y dejó escrito que Haendel –el divino Haendel para nosotros--  era un barril de cerveza. Es una pena que en estos casos todavía no existieran las redes sociales. Al no haberse creado todavía youtube nos perdimos la descomunal bronca entre Wittgenstein y Karl Popper.   Harto el primero de la incontinencia del segundo agarró el atizador de la lumbre camino del colodrillo del segundo; si no le aparta el resto de los contertulios el concepto de «sociedad abierta» sería obra de otro. Bertrand Rusell fue testigo de este tabernario acontecimiento que da gloria y esplendor a la filosofía. Digamos pues que, en este caso, Wittgenstein aplicó  su famoso apotegma: cuando no se puede hablar es el momento de coger el atizador de la lumbre.


Hoy se discute en Parapanda si la proliferación de insultos en las llamadas redes sociales viene de las viejas querellas de antaño que hemos relatado o es cosa de nuestros tiempos. Doctores tiene la Iglesia. Ahora bien, si el gran Dante  puso como un pingo al papa Gregorio VIII llamándole cloaca, ¿por qué van a renunciar los vecindones de las redes a llamarse virilmente los unos a los otros lameculos, hijos de puta y, sobre todo, traidores? No, la forma de discutir entre Paco Rodríguez de Lecea y un servidor no es aconsejable. Me permito una muestra de ello. Cuando mi amigo y yo tenemos un desacuerdo hablamos de esta guisa. Paco: «Querido José Luis, permíteme que te diga que no acabo de estar de acuerdo contigo. Mi desencuentro radica en que…». Y yo le respondo: «Estimado Paco, tal vez no me he esforzado lo suficiente en el argumento. Lo podemos resolver amigablemente acompañados de una botella de machaquito cuando la tarde languidece y renace la sombra».




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