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José Luis López Bulla El «coño» de Maruja Torres y los «huevos» de Juan Marsé
José Luis López Bulla



El clima tabernario que tenemos en el ecosistema político de España y sus merinazgos es de tal magnitud que empieza a competir con el de las famosas tascas santaferinas de antaño donde, a pesar de los bizarros carteles de  «Prohibido el cante y la palabra soez», los parroquianos se pasaban la vida echando votos (es decir, blasfemando) y pegando porrazos en el mostrador. Nunca habrá en la Vega de Granada, que el rio Genil baña, tascas como aquellas: el Mau Mau, El Rancho grande, Katanga y la decana Chiquilín, cuyas especialidades culinarias eran la envidia de los más conspicuos cocineros del universo. Disputas acaloradas donde los secuaces de Manoleteinjuriaban a Pepe Luis Vázquez o donde los parciales de Pepe Marchena ponían como un pingo a Juanito Valderrama. Naturalmente yo tomaba partido a pesar de mi párvula edad: los míos eran los de Pepe Luis Vázquez y los del Niño de Marchena. Tan sólo habían dos momentos de concordia unitaria: cuando entraba T*, del que se decía que había formado parte del pelotón que había asesinado a Federico García Lorca y cuando el querido Rompetechos se acercaba al mostrador y, tras echarse al coleto un vaso de blanco pasto, clamaba en re mayor «¡Viva la República!», un grito poco recomendable en aquellas calendas. En ambos casos se hacía un silencio como el de todos los sepulcros de ayer, hoy y, posiblemente, de mañana. El primero, de odio; el segundo, de admiración a Rompetechos que además  tenía la habilidad de, siendo manco, liar los cigarrillos caldogallinacon una sola mano. O tempora o mores.


Dirigentes políticos de hoy, de rancia estampa y de estilo emergente, rivalizan entre ellos, hoy, de la mano de los tertulianos de garrafón en anacolutos, invectivas y andrajosos ripios. El lema común es: «A  ver quién mea más largo». Posiblemente tanta estridencia explicaría la crisis de la palabra razonada del sindicalismo; su punto de vista fundamentado y sereno va a contracorriente de tantas gárgaras.


En medio de todo ello ha surgido como novedad a considerar el contagio de ese clima a los intelectuales. Pongamos que hablo de la volcánica Maruja Torresy del austero Juan Marsé. Maruja, que se pasa por la cruz de sus leotardos los reiterados ataques del divino Félix de Azúa a las pescaderas ha dejado escrito que este flamante académico «con la alergia que le tiene al pescado, nunca se habrá comido un buen coño» (1). No menos digno de reseña es la referida a Juan Marsé. El novelista barcelonés, hartico de ciertas excrecencias del nacionalismo excluyente, nos ha explicado pedagógicamente que habla y escribe «en la lengua que le sale de los huevos» (2). Cierto, tan bizarros lenguajes tienen al menos la virtud de la claridad, esto es, el vínculo entre (dicen) el pescado y el coño, la relación entre el coño y los huevos, y en nexo entre el chumino, los cataplines y las letras.


Francamente, Félix de Azúa merece esa traca. Pero no el resto de los mortales. Si los intelectuales hablan de esa manera lo que se impone es una descomunal barra libre que no le llega a las alpargatas de los parroquianos de las tabernas santaferinas de antaño. Así pues, querida Maruja, querido Marsé, «no jodamos la marrana». Quede claro que esta expresión no se refiere a la práctica de animalismo sexual entre Félix de Azúa y la señora del cerdo, cosa que no podemos afirmar ni desmentir, sino a la polisemia de la palabra «marrana», que en este caso se refiere al eje de la noria, el artilugio compuesto de dos ruedas engranadas con la que mediante recipientes se subía el agua de los pozos.







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