En la muerte de Leopoldo Espuny
Miquel À. Falguera i Baró
La personalidad de Leopoldo Espuny se caracteriza por tres trazos: fue una persona siempre vinculada con el sindicalismo, en especial, con las Comisiones Obreras. Fue un reconocido jurista. Y, lo que dio apoyo a todo lo anterior: Poldo era comunista. Bien también era perico pero hoy no es día para hablar de sus defectos*.
Obviamente me toca a mí hablar aquí de la vertiente de Leopoldo como profesional del Derecho. Podría recordar mil anécdotas que he vivido con él cuando fue mi maestro en mi etapa de abogado o mis experiencias como amigo personal. Pero os de confesar que odio este tipo de necrológica, dado que se basa esencialmente en el subjetivismo de quien la narra. Y además, estoy convencido que a Poldo no le gustaría.
A Leopoldo se lo tiene que situar en el marco de aquella vieja escuela iuslaboralista (formada, entre otros, por Luis Salvadoras, Josep Solé Barberà, Albert Fina y Montse Avilés, Cuenca, Francesc Casaste, Antonio Martín, y luego, Ascensió Solé o el Sevi** y tantos otros) que defendieron en tiempos muy difíciles los derechos de los trabajadores y, en su día a día profesional conformaron buena parte del derechos sociales que hoy, recortados, conforman nuestro marco constitucional.
Aquella vieja escuela tuvo que “inventarse” de la nada el derecho del trabajo desde el páramo franquista. Pero hicieron también una cosa que a menudo se olvida: recordando el poeta, dado que el fuego de ayer ni el fuego de hoy calentaron, hicieron fuego nuevo. Rompieron con viejos dogmas y descubrieron ellos (y nos descubrieron a nosotros) que el Derecho es algo más que una simple superestructura al servicio de las clases dominantes. Es también el elemento central conformador de la civilidad democrática. Porque contra aquello que hoy se nos quiere imponer desde el pensamiento hegemónico, democracia no es sólo libertad o (si bien esta es imprescindible): es también igualdad y es también fraternidad (o aquello que los padres constituyentes americanos calificaban como “derecho a la felicidad”, por lo tanto: el derecho de cualquier ciudadano a que la sociedad le garantice una vida digna en la que pueda desarrollar todas sus potencialidades como persona). Democracia no sólo es ir a votar cada cuatro años (o cada seis meses) o poderse manifestar por los calle; es esencialmente, la aceptación de los valores fraternales de civilidad.
No deja de ser sintomático que aquello que la “vieja guardia” descubrió en tiempos tan difíciles esté hoy en el centro del debate teórico del pensamiento de los pensadores de cultura marxista. No únicamente en el estado español o en Europa: también a buena parte de Latinoamérica y, en especial, en Cuba.
Me atormenta desde hace tiempo la constatación de que los iuslaboralistas que continuamos el camino de aquellos pioneros no hemos sido capaces de avanzar por la senda por ellos marcada. Me atormenta ver como los valores democráticos de civilidad de Leopoldo y todos aquellos antecesores dignos se devalúan día a día por los poderosos. Y me atormenta constatar que los continuadores no hemos sido capaces de inventarnos nuevas soluciones alternativas.
Nuestra incapacidad ha comportado que lo nuevo haya surgido a nuestra espalda y que lamentablemente no se los hayamos podido traspasar como haría falta nuestras experiencias. No hemos sido capaces de traspasar el viejo acerbo, como los viejos maestros hicieron con nosotros.
No era el caso, sin embargo, del Leopoldo ya senecto, que en su última etapa se dedicaba a escribir, y publicó Rebelion la siguiente reflexión: “Me cuesta seguir el paso de la marcha multitudinaria. Leo un cartel: “Si lucho pueden vencerme, si no lucho estoy vencido”. Y sigo andando con una mezcla de alegría y preocupación. Estoy jubilado. Entre la multitud que marcha ilusionada veo a muchos de mi condición que lucharon durante la larga noche de la plutocracia terrorista y sólo consiguieron una libertad condicional, esto que “llaman democracia y no lo es”. Los viejos no tenemos el derecho de abandonar a los jóvenes y dejarlos tirados en este estado de cosas de la que somos responsables”.
Hace cinco años, con motivo de su septuagésimo aniversario, su familia le organizó una pequeña fiesta con algunos amigos. Me tocó hablar y allá recordé que creo que Leopoldo es la única persona de la que puedo concretar el día que lo conocí: el 25 de enero de 1977, el día siguiente de la matanza de Atocha. Aquel día los estudiantes comunistas habíamos convocado un asamblea a la facultad de derecho (como protesta por las previas muertes de Arturo Ruiz y Mari Luz Nájera) y teníamos fuertes presiones de la dirección del Partido para que canceláramos el acto (se nos decía que no teníamos que caer en provocaciones). Pero allá estaba Leopoldo –que sino recuerdo mal formaba parte del comité de Barcelona y tenía que hablar en el Paraninfo de la Facultad-, que nos dijo –y cito textualmente-: “yo en vuestro lugar haría la asamblea”. La hicimos.
Conocí, por lo tanto, a Leopoldo cuando divisábamos una nueva primavera. Me despido ahora de él cuando parece posible otra nueva primavera. De buen seguro que su enorme corazón de viejo luchador, hinchado de solidaridad y fraternidad con los demás no pudo soportar la alegría de ver como el viejo árbol de la emancipación volvía a florecer.
Gracias por tus enseñanzas, en las cosas del Derecho, de la vida y, especialmente, por los valores que nos transmististes. Y perdona, querido Leopoldo, nuestra incapacidad para seguir tu ejemplo.
Gracias, camarada.
· * Los pericos son los seguidores del RCD Espanyol (N. del E.)
** Sevi es el mote afectuoso por el que se conoce a Rafael Senra (N. del E.)

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