Noche de San Juan. Una zahúrda de mil demonios. Daba la impresión de que nos despedíamos de algo, de algo que irremisiblemente dejábamos atrás. Juan, el discípulo más pacato y modosito del Nazareno nos ha dejado una noche de armas tomar.
Me siento en la puerta de casa porque corre un airecillo gratificante, sólo enturbiado por un enorme pestazo de pólvora. Grupos de cuarentones y cincuentones, pertrechados de petardos y diversa munición pirotécnica, se paran en las esquinas y arman la Intemerata. Un caso chusco: veo a un tipo fornido, barrigón cervecero que se le desparrama por encima de los calzones, con las dos manos ocupadas. Con una lanza la artillería; en la otra lleva un teléfono móvil. Y canta a lo Jorge Negrete: «¡Ay, Jalisco, no te rajes!»
Sin saber por qué me pregunto qué estarán haciendo en Reikiavik.