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26/08/2017 - Entreguen las freidoras


Port Aventura es un prodigioso artefacto de ocio. Admito todas las críticas que quieran incorporar: el kistch, la banalidad, la masificación... Pero por más que uno quiera agudizar el sentido crítico, no puede evitar la fascinación por este complejo de diversión, creado con una intención muy loable: Que los visitantes se lo pasen bien. Y si hubieran seguido la carrera exultante de Francesco durante horas, habrían concluído que el parque logró sin ningún género de dudas hacerle muy feliz. Hago este preámbulo para que no malinterpreten mi crítica. Me gustan los parques temáticos y me gusta Port Aventura.

Las atracciones de Port Aventura son excepcionales y la ambientación es sobresaliente. Es verdad que el tono decae con los espectáculos, pero aún es posible encontrar alguna obra más que digna. Sin embargo, todo se tiñe de negro cuando vamos a comer. El menú infantil son unos macarrones demasiado cocidos y nada escurridos con una salsa de tomate en conserva a granel. Mi plato es una mezcla imposible de verduras mal cocinadas y carne plastificada. Creo que hay cárceles en Bolivia donde se come mejor que en el parque. No se salvó nada. Los bocadillos, los postres, las bebidas tenían la dignidad de un compejo turístico soviético antes de la caída del muro. Bueno, y después también. Y no puedo entender cómo un espacio que logra niveles de excelencia en el diseño del ocio puede caer tan bajo en algo tan simple como es la cocina.

Port Aventura no es un caso aislado. Hay parques acuáticos, centros comerciales, paseos marítimos, estaciones de Renfe y ciudades turísticas enteras que se esfuerzan por hacerlo mal. Canelones congelados, ensaladas de bolsa, carne con sabor a neumático usado, pan que no es pan, pizzas como los relojes de Dalí, zumos de naranja que huelen a detergente, cafés que tumbarían al mismísimo Chuck Norris, medallones de merluza enharinados para disimular su triste condición... Hay un catálogo casi infinito de menús que tendrían que estar tipificados en el código penal. De hecho, deberían estar prohibidos por la Convención de Ginebra. 

¿Qué nos está pasando?. Además de los grandes restaurantes, el país está lleno de restaurantes medios  de una calidad indudable. Son profesionales que quieren a su profesión. Y les gusta que guste lo que hacen, como a casi todo el mundo. Los hay que innovan, que se arriesgan, y los hay que juegan sobre seguro. Pero justo al otro lado de la calle, la hilera de restaurantes turísticos odian su profesión, odian la cocina y es posible que odien a la humanidad. No es una cuestión de costes. Se puede hacer un gazpacho, un arroz de verduras, unas lentejas, unas alubias con almejas, una escalivada, un empedrat, un salmorejo, un cocido o una coca de recapta por casi nada. Eso sí: Hay que escoger buenas materias primas, hay que saber cocinar y hay que dedicar un cierto tiempo. No digo que cocinen como mi madre, pero vaya, que sepan hacer unos canelones con gusto a canelones. 

En ningún otro servicio toleraríamos este infranivel. No admitiríamos que el peluquero nos dejase el pelo como una mofeta en celo; a no ser que fuéramos un jugador de fútbol, claro. Los conductores de autobuses no se equivocan de recorrido y te dejan en Ciudad Real cuando querías ir a Murcia. El quiosquero te guarda el periódico cada sábado. Y el profesor de salsa no logra que bailes salsa, pero consigue que creas que bailas salsa, lo cual tiene mucho más mérito. En general, los pintores pintan, los instructores instruyen, los médicos medican y los arponeros arponean. ¿Por qué hay cocineros que no cocinan?. ¿Por qué existen restaurantes con peor comida que un piso de estudiantes de ingeniería informática?. ¿Cuándo dejamos que pasara esto?.

Afrontémoslo: El rey está desnudo. Lo de Port Aventura no es una excepción. Hay demasiados restaurantes en lugares concurridos, hay demasiados restaurantes en lugares turísticos, que son excepcionalmente malos. Que son malos con nocturnidad y alevosía, señoría. Sin atenuantes, pero con muchos conservantes y colorantes. Son tan malos que debe haber algo sitio clandestino donde les enseñan a hacerlo tan mal, porque eso de forma espontánea no sale así. Hay demasiados restaurantes que dañan irreversiblemente la imagen del lugar donde se ubican. Y dañan también el hígado y el intestino delgado. Hay países donde en casi todos los lugares se come razonablemente bien. Aquí, llegó el momento de decirlo, se come muy bien y también se come muy mal. Y en la vida llega un momento en que tienes que escoger. Todos a una: Restaurantes pésimos, ríndanse. Y entreguen las freidoras y la harina de rebozar. 


14/04/2010 - Yo apoyo a Garzón
A estas alturas de la vida, no les voy a descubrir nada nuevo si afirmo que el poder judicial en España es el ámbito social del país con más tics del pasado. Mientras que en otros países, la justicia es la punta de lanza de la democracia, en España es el vagón de cola de la nostalgia. Pocas veces he pisado un juzgado, pero siempre que lo he hecho he visto pasillos en blanco y negro, señores con pantalones de pitillo y el ruido monótono de tampones llenando de tinta toneladas de informes. Pom, pom, pom.

Fíjense en lo del Tribunal Constitucional y el Estatut. Es imposible hacerlo peor. Ni con los ganadores de todas las ediciones de Gran Hermano metidos en una sala se podría haber conseguido un despropósito tan infinito. Quiero decir que entre el Yoyas, la Fresita y don Vicente Conde, ya no sé qué elegir. Casi me quedo con la Fresita, que al menos me hace gracia.

Cuando pensaba que ya no podíamos caer más bajo, se ha iniciado el recurso al juez Garzón. ¿Su delito?. Husmear en la memoria de los olvidados. Entrar de lleno en el diván de nuestro pasado. Procurar, de una vez por todas, que los muertos descansen en paz. Si la justicia parte del sentido común, si la justicia tiene su origen en la decencia, que los residuos (tóxicos) del franquismo hayan conseguido sentar en el banquillo de los acusados a Garzón es como para exiliarse a Portugal. Por eso, yo apoyo a Garzón. Y quiso el azar que publicase este post el 14 de abril, tan tricolor él. No quiero vivir en un país con Alzeimer, un país incapaz de rendir cuentas con su pasado.

Y opinan como yo plumas tan insignes como las de César Calderón, Ruth Carrasco, Jacinto Lajas, Lidia Fernández, Ion Antolín, Antoni Manchado, Reyes Montiel, David Plaza, Javier Barrera, Alberto Ortiz, Fátima Ramírez, Cristina Juesas, Pablo Pando, JAMS, don Royo y, estoy seguro, los inteligentes lectores de esta bitácora.