Empieza a ser demasiado urgente la necesidad de dejar sin cobertura ideológica modelo que propugna el “estado mínimo” con las consiguientes privatizaciones, destrucción de las redes de protección y bienestar social, reducción drástica del estado asistencial, retroceso de las actitudes y formas democráticas, etc.
A diferencia del periodo keynesiano dominante en la mayoría de la Europa occidental desde la II Guerra Mundial hasta la crisis de los setenta, la movilidad social ascendente no parece ya estar al alcance de los más esforzados -algunas veces, sólo por el duro camino de la emigración. Difícilmente creerán ahora los padres que sus hijos vivirán mejor. La sombra de ocupación del neoliberalismo sobre la sociedad, en la medida que se ha ido librando de impurezas de políticas anteriores y se ha aplicado en su estado más descarnado, ha reforzado los contrastes de clase, ha impuesto una movilidad social claramente descendente, y una mayor y creciente desigualdad en el reparto de la renta y de la riqueza. El hecho, pues, de que se nos presente con unos perfiles tan nítidos permite establecer con pocos riesgos de error sus líneas de demarcación y los cambios conceptuales que ha generado en las políticas económicas de los territorios –ya sean regiones, Estados o áreas supranacionales– así como en la propia gestión y dirección de la economía internacional.
DEL SUBDESARROLLO A LA EXCLUSION
Cuando se acepta que el sistema económico dominante de nuestra época –o sea, el sistema económico capitalista– sea llamado “mercado” (abusando, ya sea de forma interesada o ingenua, de la polisemia del concepto ya que el mercado es un fenómeno de intercambio UNIVERSAL de raíces tan humanas como la división funcional del trabajo, en tanto el capitalismo surgió mucho después y con toda probabilidad está históricamente destinado a desaparecer mucho antes que el mercado), y se asume también que el mejor presente de cualquier colectivo social es formar parte de la modernidad –definiéndola como “democracia + mercado”– estamos de hecho reduciendo drásticamente la pluralidad y riqueza de la actividad humana en las innumerables facetas que definen el SER. De hecho, mediante una autoagresión que amputa dimensiones reales de nuestra personalidad, estamos aceptando implícitamente que los seres humanos sólo seamos tenidos en cuenta en la sociedad según sea nuestra función en las esferas de la producción, distribución e intercambio. Por tanto, nuestra existencia se “justifica” en tanto que productores y/o consumidores, y nuestra valor social aumentará o disminuirá en función de cómo repercutan nuestras actividades económicas en la oferta y demanda de los bienes y servicios.
La teoría que se esforzó por difundir Margaret Thatcher tuvo un buen discípulo en Catalunya en el entonces President, Jordi Pujol: la (i)lógica económica de la modernidad estaba imponiendo una sociedad llamada de los “dos tercios”, lo cual implicaba que un tercio de la población tiene serios problemas para seguir adelante: poderse mantener por sí mismo, encontrar un trabajo, cursar estudios y acceder a la formación profesional adecuada, y estar preparado, en definitiva, para las exigencias de competitividad que trascienden la producción y discriminan a las personas. Por exigencias del marketing político ha dejado de hablarse de la sociedad de los dos tercios, pero su realidad es cada vez más avasalladora, aumentado sin cesar el número de personas que en los países llamados “desarrollados” están por debajo del umbral de pobreza, incrementando el submundo interior con sus habitantes en el paro, la marginación, la pobreza sin esperanza….
Y la misma desesperanza, más imposible si cabe de ocultar, estalla en países y regiones enteras del planeta. En 20 nombres para la utopía el teólogo de la liberación Leonardo Boff escribe, refiriéndose a América Latina y Africa: “ En el proceso de mundialización dentro del sistema neoliberal, nosotros ni siquiera tenemos el privilegio de ser subdesarrollados, nosotros somos excluidos… Y los excluidos están abocados a la muerte.”
La prepotencia del neoliberalismo dicta las normas de admisión, concede patente para tener identidad, contar o no contar en el mercado que para él es, en definitiva, el mundo, y pretende borrar, negar y aniquilar a países enteros cuestionando sus derechos fundamentales en el ejercicio del exorxismo neoliberal de la negación de su existencia: tal es el caso, por ejemplo de los distintos gobiernos –ya sean demócratas como republicanos– de los Estados Unidos en relación a Cuba, a la que mediante leyes como la Torricelli, la Helms-Burton, etc., prohíben su participación en el comercio internacional mientras siga aspirando y defendiendo un modelo económico diferente. Un ejemplo más de cómo esta primera línea de demarcación del neoliberalismo separa el derecho a la existencia de la no existencia se manifiesta de forma periódica en Africa con la misteriosa desaparición en su momento de entre medio millón y un millón de personas en la región de los grandes lagos, entre Ruanda y el Zaire, y sigue con la “inexistencia” oficial de los campos de refugiados o los autobuses de inmigrantes subsaharianos que desde la frontera de Marruecos con Ceuta y Melilla se adentran en el desierto sin que se sepa nada más de ellos. La persistente “invisibilidad” de su marginación en la era de las sondas siderales capaces de detectar los indicios más primigenios de vida y agua en Marte es todo un emblema.
El neoliberalismo, al hacer extensivo a todo el planeta el fenómeno de exclusión ha permitido que pudiésemos entender, sentir y compartir la marginación –tan parecida– de los países del centro y los de la periferia. Ha conseguido globalizar también, en mayor o menor intensidad y densidad y a pesar de los distintos bagajes culturales y de las redes familiares y de solidaridad más o menos protectoras según los casos, el sentimiento de rabia e impotencia que despierta la agresión, el menosprecio y el hecho de que de repente cualquier ser humano se vea desposeído de lo único que podía llamar suyo: una tierra que cultivar, un puesto de trabajo, una pensión mínimamente digna sin temores ni zozobras… Las políticas neoliberales están consiguiendo así hermanar en una misma indignación a todos los no poderosos del planeta, nacieran donde nacieran.
DEL ENRIQUECIMIENTO DE LA PLURALIDAD A LA POBREZA DEL PENSAMIENTO UNICO
Volvamos al centro del sistema donde el modelo neoliberal renuncia a integrar a la mayoría de la población mediante el ejercicio de “compartir” determinados flecos de abundancia –a través de realidades diferentes como pudieron ser en su momento el de la llamada “aristocracia obrera”, o la extensión del Estado del Bienestar–y ha emprendido la desaforada tarea de monopolizar la “lucidez”, el “realismo”, la “información”, la –sin comillas– modernidad, la cordura que viene de cordero y el arte del bien pensar, excluyendo de forma radical a los que no comparten sus valores y condenándolos con las sospechosas etiquetas de irrealismo, insania, ingenuidad y, en los casos más graves, radicalidad desestabilizadora.
DEL MODELO A LA REALIDAD
Por desgracia, podríamos encontrar múltiples ejemplos para dar cuenta de la esquizofrenia reinante entre la realidad y el modelo neoliberal que pretende explicarla. Una de las posibles vías podría ser el poner constantemente en confrontación la supuesta perfección de un andamiaje teórico obsoleto basado en la ley de Say que garantiza el equilibrio de los mercados augurando que “toda oferta genera su demanda” –y que a pesar de sus buenos deseos nunca se correspondió con la realidad… ni lo está haciendo tampoco ahora a pesar de todas las apoyaturas de tipo formal o matemático con el que pretenden reforzarla– con el funcionamiento real de la economía, totalmente alejada del equilibrio y la autoregulación.
El retroceso que la implantación del modelo neoliberal ha supuesto para la libertad y dignidad de las personas es todavía mayor en el caso de las mujeres. De hecho, siempre ha sido la mujer la que ha llevado la peor parte en los cambios de modelo productivo: en los países en los que la industrialización fue tomando el relevo de una economía predominantemente agraria las mujeres quedaron relegadas a una función de colchón amortiguador de los ajustes entre las necesidades de la producción y la oferta de mano de obra. Para hacer entrar y salir a las mujeres del mercado de trabajo según las necesidades de los industriales se ha apelado sin rubor a sus más íntimos sentimientos y se han manipulado sus valores hasta dañar su identidad. Las mujeres han sido –según conviniese– las insustituibles amas de casa en la paz y las patriotas que luchaban al pie de los telares en la guerra, las encargadas de la reproducción de la fuerza de trabajo y sin derecho a vacaciones en el lado oscuro –y voluntariamente oscurecido– de la economía, y las “cooperantes” en la renta familiar con trabajos en la economía sumergida, sin normas de seguridad ni contratos, ni protección de ningún tipo, mientras se vigilaba al bebé y se secaba la colada.
A pesar de todo ello, en las últimas décadas las mujeres habían conseguido dar pasos importantes en el acceso a la enseñanza superior, en ser una parte creciente de la población activa, reivindicando –aunque con relativo éxito– a igual trabajo igual salario, y ocupando mayores cuotas de participación entre los puestos de dirección y/o representación. Parecía como si abandonaran definitivamente el papel subsidiario en la producción que el capitalismo le había otorgado y buscara afirmar un lugar propio en la industria y los servicios, al margen de su condición de esposa, hija o madre. Este cambio y conquista implicaba e implica casi siempre la doble jornada , pero también supuso la introducción de determinados cambios en la organización social: la sociedad tuvo que asumir parte de los trabajos de la esfera doméstica que la mujer ya no podía atender (o a los que sólo podía dedicar menos horas), y con ello también el Estado tuvo que reforzar y ampliar su papel asistencial, y modificar incluso la legislación laboral para que las mujeres pudiesen compatibilizar en mejores condiciones su empleo con el hecho, feliz y biológico, de ser madres.
Estos cambios en la actividad de las mujeres no dejaron de causar estragos:
– en cierta medida “valores” predominantemente masculinos como la competitividad y la agresividad se asumiesen como básicos para la supervivencia en el empleo, y se “importasen” a su vida laboral y cotidiana en detrimento de actitudes más emparentadas con la sensibilidad y el compañerismo.
– la pérdida de la identidad heredada: a la mujer que ha accedido a su independencia económica gracias a su propio trabajo no le sirve en absoluto el modelo de la “madre”, pero tampoco puede sentirse cómoda con el modelo del “varón”… Aparece el vértigo del vacío identitario que se supera poco a poco a medida que la inseguridad va dejando paso al sentimiento positivo de creación, colectiva y contradictoria, de un modelo propio.
– mientras tanto, el rechazo del modelo impuesto provoca heridas en la conciencia y desencadena todo tipo de culpabilidades: sexuales, de mala hija, de mala madre, de mala trabajadora…
Y las culpabilidades llegan incluso a ampliarse hasta hacer responsable a la mujer que trabaja dentro y fuera del hogar del fracaso del modelo keynesiano de pleno empleo. De hecho, se explica por parte de los economistas, cuando Keynes publicó en 1936 la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, estaba pensando en un mercado de trabajo en el que la ocupación femenina no era en absoluto significativa. Las políticas keynesianas en favor del pleno empleo se vieron por tanto desbaratadas cuando las mujeres llegan a representar casi una cuarta parte del empleo en la industria y pasan a ser mayoritarias en determinados servicios. Incluso los flujos migratorios se han feminizado, cargando las mujeres de la periferia con la responsabilidad de mantener a sus hijos y a veces a toda la familia en los países de origen y emigran solas, en situaciones de riesgo y precariedad, pero con una entereza admirable, en busca de un puesto de trabajo que representa la frontera entre la dignidad y la desesperanza. Las mujeres no se conforman ahora con desaparecer de las estadísticas de la población activa, sino que desde el paro siguen reivindicando su derecho a un puesto de trabajo, “afeando” con ello considerablemente las tasas de desempleo de los países industrializados.
Aparte del estropicio causado en las estadísticas sobre el empleo, los teóricos neoliberales culpabilizan también a la liberación de la mujer del fracaso de lo que los economistas han convenido en llamar Estado del Bienestar Keynesiano, atribuyéndole la responsabilidad del crecimiento de una parte importante de los gastos asistenciales. Esta “inflación” del gasto, explican, ha ocasionado una insoportable presión fiscal, la cual no ha impedido que los Presupuestos Generales se saldasen con un déficit público creciente en la mayoría de los países industrializados y ha disparado el porcentaje de su Deuda pública en relación con el PIB. Por otra parte, cuando el déficit se ha financiado de forma irregular –por ejemplo, con la complicidad de un Banco Central no autónomo– se han desencadenado procesos inflacionarios contra los que se ha luchado elevando los tipos de interés –cosa mala, como ya hemos visto, para la inversión– los cuales a su vez han contribuido a que los movimientos de capitales, liberados de toda cortapisa, se desplazasen por todo el planeta buscando el lugar más propicio para obtener los beneficios más altos en el menor tiempo posible y desestabilizasen con ello la paridad de las monedas menos sólidas.
Todo este desorden hacía imposible avanzar por el camino de la moneda única. Sin embargo, la solución no andaba lejos. Andaba por una pequeña ciudad holandesa que ha dado nombre a las condiciones que permitirán colocar las cosas en su sitio, y a las mujeres donde corresponde.
Una vez explicado que las mujeres incorporadas a la producción son en parte responsables de la inflación, el déficit, –y mucho más del paro masculino, puesto que ocupan indebidamente unos puestos de trabajo “prestados”– es lógico que comprendan también la dureza de las exigencias de Maastricht y asuman la parte que les toca del remedio estabilizador. Es por ello que, de entre todos los fármacos, a las mujeres nos quieran colocar el envase gigante de esta panacea universal del neoliberalismo conocida como “flexibilización”. Y el sistema sale ganando porque –mediante la flexibilización de jornada y de contratos– consigue un triple objetivo: reducir las rentas salariales de las mujeres, “devolverlas” en penuria y en precario al hogar para ocuparse de los niños, los enfermos y los ancianos en pro del ahorro público, y asestar un golpe importante a su autonomía.
En un segundo plano –pero no por ello menos importante para la paz social– y una vez reasumidas sus funciones de administradoras fundamentales de la crisis, a las mujeres les corresponde también convertirse en un colchón amortiguador, en un air bag de seguridad para que la disminución de la renta familiar — producto de las congelaciones de salarios, de la disminución de los ingresos totales por los miembros de la familia que están en el paro, de la recuperación, en definitiva, de la tasa de beneficios en detrimento de las rentas del trabajo– tenga el menor impacto posible. A partir del derrumbe de los países que se reclamaban del socialismo, el capitalismo se está permitiendo prescindir cada vez más de su máscara con rostro humano y carga todo el peso de la recuperación económica en los más débiles. Por eso aparecen en los países industrializados fenómenos aparentemente tan contrarios a las ideas de modernidad y progreso como el aumento sostenido del número de personas que malviven por debajo del umbral de pobreza, y la feminización de esta misma pobreza.
ECONOMIA Y POLITICA
La fuerte interrelación existente entre economía y política que desde K. Marx se ha venido afirmando desde la izquierda, con el Estado inmerso en el proceso y actor destacado del mismo, ha sido un concepto combatido, cuando no radicalmente negado por la economía convencional. La necesidad sentida por los economistas “establecidos” de finales del siglo XIX y principios del XX de asimilar la economía a las ciencias físico-químicas, les llevó a la pretensión de eliminar de la misma los juicios de valor: ello implicaba, por una parte, eliminar todo vestigio de política del funcionamiento de los mercados y de los procesos de producción, distribución y consumo. Por otro lado, y de modo análogo a la negación de los juicios de valor, se quiso eliminar también otro proceso económico fundamental que sustenta los anteriores: el de reproducción. Y la invisibilidad de la reproducción iniciada en los clásicos permitió que la economía neoclásica pareciese desembarazarse totalmente de un problema para el que no tenía solución: el del trabajo necesario, realizado mayoritariamente por mujeres, que hace posible que la rueda económica siga girando en el lado oscuro.
Así, la economía “científica” de finales del siglo XIX y XX, consagrando el doble “rifiutto” de la política y de la reproducción, pareció centrarse en un agente siempre activo y eficaz, que no sabe lo que es ni la infancia ni la vejez, que no sufre accidentes ni enfermedades; que no se mueve por sentimientos ni por valoraciones éticas sino que responde a la inmediatez de maximizar su utilidad, que confía totalmente en el mercado para la satisfacción de sus necesidades y que además es hombre: el “homo economicus”.
Sin embargo, el ámbito político que ya se había abierto paso con el establecimiento del llamado Estado del Bienestar Keynesiano volvió de nuevo a primer plano con la escuela de la “elección pública” en la que este homúnculo, cuando ejerce de votante, o es miope y sólo recuerda cómo le ha ido a él en los últimos meses, o es un experto futurólogo y sabe anticiparse a las políticas del Estado y neutralizarlas, con lo que las hace inútiles. Por tanto, prefiere que el Estado sea lo más reducido posible y el mercado libre y variado para pagar menos impuestos, disponer de más renta arriesgando su capacidad de consumo futuro por consumo presente y así poder cumplir la función que se le ha asignado de elegir mayores cantidades al menor precio. El homo economicus no sabe lo que es la solidaridad, ni le preocupa el medio ambiente ni las externalidades. La triste paradoja es que este sujeto sobre el que se apoya la construcción neoclásica no existe en la naturaleza, pero el neoliberalismo ha apostado fuerte por construirlo a partir de las enormes inversiones y sistemáticos esfuerzos y estudios manipuladores de los mass media que difunden e inoculan su ideología con un alto grado de perfección. Así, el pensamiento único de la teoría económica se hizo acompañar del pensamiento único para la “única” política económica posible y el “único” procedimiento adecuado para la formación de dichas políticas, para las recomendaciones que de las mismas debían derivarse, y para el análisis y la valoración de sus efectos, preservando en todas y cada una de las fases y en la elección de los actores la invisibilidad del género.
Siguiendo el esquema de Bruno Frey con el que se presente ilustrar la influencia mútua de la economía y la política en las sociedades modernas tendríamos:
Sin movernos del esquema inspirador de la elección pública, podemos retraducir algunos de los conceptos de Bruno Frey para presentarlos de forma mucho más actualizada por lo que a los países que forman parte de la Comunidad Europea se refiere –en especial después del Tratado de Maastricht y del Plan de Estabilidad de Dublín. Con dicha actualización, las supuestas necesidades económicas directamente derivadas de la mediación de la política en la economía, serían:
Si le añadimos el obligado servicio a la Deuda (que asola Grecia, y no sólo) Los esquemas anteriores se corresponden, de hecho, con dos fases diferentes y sucesivas de las “necesidades” asumidas por las políticas públicas. En ambos se conjuga el pensamiento único en la organización social y política (la llamada democracia representativa) con el resultado del ejercicio sobre unas necesidades económicas y políticas que los gobiernos presentan a los votantes para su aprobación.
Siguiendo el procedimiento paso a paso, el movimiento se inicia cuando el partido político del gobierno da instrucciones a la administración pública para que actúe sobre la economía a partir de unas orientaciones que pueden derivarse o de su programa electoral más o menos basado en la ideología del partido que se trate, o en actuaciones concretas pre-electorales que le permitan mejorar su popularidad y asegurarse una votación suficiente para seguir en el poder. De hecho, la escuela de la elección pública ya nos advierte que los políticos se comportan como empresarios que venden programas por votos: de ahí que sean muchos los que quieren ofertar las llamadas políticas “de centro” que se supone tienen el mayor número de votantes-compradores. Este comportamiento de los políticos puede añadir inestabilidad al sistema económico creando un ciclo político en función del periodo electoral aunque, como veremos, no es éste el único elemento desestabilizador del esquema.
La Administración Pública debe hacer tangibles las indicaciones de los políticos convirtiéndolas en regulaciones, incidiendo en las políticas redistributivas, iniciando programas de empleo mediante obras públicas, etc. Sin embargo, como grupo los funcionarios también contaminarán el proceso intentando maximizar su poder. Los altos funcionarios controlarán información y no permitirán que ni los políticos ni los votantes la conozcan, utilizándola en cambio en su exclusivo beneficio. En el mejor de los casos este comportamiento implicará sólo despilfarro: en el peor, la corrupción y las prácticas mafiosas.
El tercer elemento del esquema lo constituye la economía. Enunciada de manera tan vaga, bien podría tratarse en el primero de los esquemas de una economía mixta que complementara el ejercicio del mercado con un activo sector público. Los resultados que ofrece a los votantes: crecimiento de la renta, empleo e inflación, pueden implicar un fuerte compromiso político en programas de ocupación, o la existencia de unos subsidios de enfermedad y/o desempleo incluidos, con un extendido sistema de pensiones, en un articulado “Estado del Bienestar”.
De hecho, en este primer esquema nos movemos por lo que a prioridades económicas se refiere dentro de la panoplia keynesiana. El hecho de que a partir de la postguerra hasta prácticamente nuestros días los gobiernos pudiesen situarse –aunque fuera de forma superficial– más a la derecha o a la izquierda del espectro político en función de la prioridad que daban al pleno empleo o a la inflación introducía no sólo un matiz ideológico en la oferta de las políticas públicas sino también una mayor o menor posibilidad de satisfacción de necesidades básicas con las que las personas podían identificarse: el nivel de empleo, de inflación y el crecimiento de la renta son elementos que podían acercarse o coincidir con el despliegue cuantitativo de las necesidades básicas de los votantes En este sentido, vale la pena insistir en la importancia de la consecución de empleo para las mujeres que transformó el concepto de “pleno empleo” keynesiano ya que éste era, originalmente, un pleno empleo masculino, con una fuerte división del trabajo que excluía a las mujeres –especialmente las mujeres casadas— del mercado laboral, y las sigue marginando bajo el “techo de cristal”.
Pero la tríada keynesiana ha sufrido también los embates de la extensión del pensamiento único a las políticas públicas. Así, el esquema de la relación entre economía y política de la escuela de la elección pública ha entrado en una nueva fase en la que los “resultados-necesidades” de los políticos se han substituido –para muchos países occidentales, y en especial para los firmantes del Tratado de Maastricht– por una nueva letanía en la que el empleo y el crecimiento de la renta han cedido su lugar a nuevos valores mucho más difíciles –cuando no imposibles– de identificar con las necesidades básicas de las personas. En efecto, en el primer esquema cada uno de los hombres y mujeres que deseaban encontrar un trabajo remunerado o negociaban su convenio podían identificarse en mayor o menor medida con los “resultados-necesidades” keynesianos puesto que por lo menos dos de los parámetros fundamentales: empleo y crecimiento de la renta podían traducirse sin demasiadas mediaciones a su situación personal: mejoraban o empeoraban sus perspectivas de encontrar un puesto de trabajo; aumentaban o disminuían sus rentas procedentes del mismo o de un subsidio de paro que la conquista de unos derechos económicos le había asegurado.
La situación es muy distinta cuando, ya en la segunda fase, se hace obligado atravesar una maraña de conceptos completamente ajenos a la mayoría de las personas para cotejarlos con necesidades reales puesto que ahora, afirman los políticos, el crecimiento del empleo o de las rentas resulta ser un producto derivado, secundario e incierto del imprescindible cumplimiento de los nuevos “resultados-necesidades”: Una especie de tierra prometida a la que se llegará después de atravesar el árido desierto de los requerimientos de la moneda única, o de las exigencias del Fondo Monetario Internacional, que implican de hecho el sacrificio de las necesidades reales de la inmensa mayoría de la población a las imposiciones del neoliberalismo.
Así, finalmente, los “votantes” se encuentran de hecho con la desligitimación de sus necesidades puesto que cualquier petición o reivindicación de la normalidad democrática –una disminución del recibo del agua, la reducción de la jornada laboral, incrementos de salarios, la gratuidad de las medicinas o un buen servicio de prevención de la salud, por ejemplo— atentan contra la lógica de las necesidades neoliberales establecidas en el sentido de que –según se alega– tendrían consecuencias inflacionarias, o incrementarían el déficit del Sector Público, o ambas cosas a la vez. Con el segundo esquema hemos llegado por tanto al desencuentro total entre las necesidades reales, básicas, de las personas, y las necesidades del neoliberalismo.
En los casos más extremos, también el capitalismo ha llegado a declarar las necesidades existentes como no existentes en una nueva forma de dictadura sobre las necesidades. En su forma manipuladora más refinada (Heller, 1985) el sistema reconoce las necesidades existentes pero no permite la producción de formas alternativas de vida, acabando por incrementar la neurosis y la violencia en la sociedad. Ejemplos en este sentido los podríamos obtener de las necesidades expresadas por el movimiento okupa de nuestros días, o de las mujeres que luchan contra las prácticas discriminatorias, los malos tratos y el acoso sexual. Y, aún así, el esquema sigue diciéndonos que los políticos esperan conseguir buena nota y que los votantes sigan manteniéndolos en el poder. En caso contrario, los votantes permitirán el paso de la oposición que, dentro de este esquema que presentamos, nunca podrá representar una alternativa real… Y la rueda vuelva a girar, y el proceso se repite.
¿Hasta cuándo?